Derek Walcot
(Santa Lucía, 1930)


Derek Walcot nació en 1930 en la ciudad de Castries en Santa Lucía, una de las Islas de Barlovento en las Antillas. Estudió en St. Mary's College en Santa Lucía y en la Universidad de las Indias Occidentales en Jamaica. A partir de 1953 vivió en Trinidad, donde trabajó como crítico de teatro y de arte. Ha publicado los libros de poesía 25 Poemas (1948), Epitaph for the Young, Xll Cantos (1949), Poems (1951), In a Green Night, Poems 1948-1960 (1962), Selected Poems (1964), The Castaway and Other Poems (1965), The Gulf and Other Poems (1969), Another Life (1973), Sea Grapes (1976), The Star-Apple Kingdom (1979), Selected Poetry (1981), The Fortunate Traveller (1981), Midsummer (1984), Collected Poems 1948-1984 (1986), The Arkansas Testament (1987) y Omeros 1990


CUL DE SAC VALLEY

I

Un recuadro de amanecer
en un taller en la falda de la colina
dio a estas estrofas
su zancuda forma.
Si mi oficio es bienaventurado;
si esta mano fuera tan
esmerada, tan honesta
como las de su carpintero,
cada marco, resuelto
en sus ángulos, se haría
eco de esta construcción
de madera sin pintar
como las consonantes, volutas
salidas de mi cepillo de carpintero
en el criollo fragante
de su veta natural;
desde una mesa de caballetes
se enroscarían a mis pies,
ces y erres, con raíz francesa
o africana occidental
de un rico dialecto,
nunca leído
pero ligero sobre la lengua
de su senda nativa;
pero los árboles se acercan
a mi cordel calibrado
en forma de tablas biseladas
de pino sin pintar,
como el murmullo de la caracola,
la exhalación de la madera refresca
la memoria con su aroma;
bois canot, bois campêche,
siseando: Lo que quieres
de nosotros nunca podrá ser,
tus palabras son inglés,
es un árbol diferente.



II

En la grava del riachuelo
empiezan las suaves guturales,
en el valle, un perro mestizo
que ladra una negra vocal
emite óvalos que se desvanecen;
junto a un puente de hierro rojo,
trabajadores con palas
rastrillan asfalto borboteante,
cada áspero chirrido
trae hasta esta altura
una lengua que hablan,
pero no saben escribir.
Como la idea perdida
del alma visible
que aún arde aquí,
sobre una tierra analfabeta,
el humo azul se eleva a gran altura,
su columna inalterada,
desde esa cicatriz ocre
del desmonte de una carbonera.
La corteza de las nubes se abre
como la de las hogazas
envueltas en hojas de higuera
en un ennegrecido horno de arcilla.
En un barril de lluvia, el agua
se alisa como un espejo;
la hija de un árbol de la lima
estudia en él su rostro.
El joven árbol se desdobla
en una muchacha que corre escaleras arriba
desde el patio, para incorporarse a
esta estrofa. Ahora las lágrimas
se agolpan en sus ojos,
lágrimas de un espejo, al tirar del nudo
en su nuca el peine de su
madre; ésta se da cuenta
y dice: «En Su semblante
resplandecen todos los valles.»
Rápidas, sus manos
peinan la trenza del arroyo.
Las flores de tiza garabateadas
en la pizarra negra del asfalto
y la campanilla del hibisco
le dicen que llega tarde,
mientras el oleaje en las ramas
crece como el cardumen
de pupitres blancos y azules
de la escuela pública,
recitando este lenguaje
que, sobre un encerado,
la ciega como una página
de fulgor sobre la carretera,
así que, deambula hacia
el silencio interior a lo largo de
un rojo sendero que el bosque
engulle como una lengua.



III

Mediodía. Las secas cigarras gimen
como los pedales oxidados
de la máquina de su madre,
de repente se detienen. Pétalos de lima
vuelan a la deriva como retales
en el silencio hilvanado;
como el polen, su abundancia
es su provisión.
El mediodía perfila a un limero
con una sombra irregular;
su espalda está cansada
de tanta simetría.
La fila de esfinges
sobre la que descansan mis ojos
son colinas tan invariables como
su pétrea pregunta:
«¿Puedes decir en voz alta
el nombre correcto de cada cordillera
mientras cambian nuestros rasgos
entre luces y nubes?»
Pero mi memoria es tan corta
como leve el sonido del mar,
lo que vagamente recuerdo
es una línea de arena blanca
y vetas en la caoba
de rostros curtidos y guijarros
que murmuran en un
río pedregoso, pero las preguntas
al disolverse desatarán
sus propios nudos—arroyos de
montaña cuya grava
enronquece con las lluvias—
al igual que se relaja un leñador
para escuchar como se abre el cielo
segundos después del golpe
de su hacha, los nombres se ajustan
a su eco: ¡Mahaut!
¡Forestière! ¡Y a lo lejos,
el ronco eco de hojas
de Mabouya! Y, ¡ah!
la colina se levanta y come
de mi mano, el chucho
ladra alegremente, repite
una vocal tras otra,
las ramas se inclinan ante mí,
los dialectos aplauden
al fluir hacia arriba
la savia de la memoria.




IV

Al oeste de las estrofas
escritas por el amanecer,
las plantaciones de plátanos responden
a su luz; por encima,
un halcón que describía círculos
con mi corazón en su pico
hasta el borde del mundo,
lo trae de vuelta
al puente que se desvanece,
al río que se revuelve
en su lecho, al risco
donde regresa el árbol
tras sus lecciones, tarde.
¿Cuál era su cabaña?
Ella asciende en línea recta
por los escalones de este verso,
y se sienta para cenar
pan y pescado frito
mientras los árboles repiten su
umbrío inglés.
Las ventanas de la cabaña resplandecen.
Las verdes luciérnagas describen arcos,
incendiando Forestière,
Orléans, Fond St. Jacques,
y el bosque se duerme,
sus ojos cerrados,
a excepción de una mirada
desde una choza iluminada;
ahora, por encima del libro cerrado
de pequeñas cabañas que se deslizaban
bajo los faros del coche, la cima
de una colina como una pirámide.
En la noche caliente como un horno
vuelan las brasas. La puerta de una tienda
proyecta un recuadro de luz
sobre la carretera y un olor
a pescado en salazón. Un montón de arena seca
se esparce en estrellas.
Similar a un gato, la isla de la Paloma
aferra el mar con sus garras.



ROSEAU VALLEY

(Para George Odlum)

Una palada de mirlos
salió disparada desde el borde de la carretera
y la memoria trinó retrocediendo
más allá de la estremecida apisonadora

que asfaltaba el camino
este amanecer a través de Roseau
hasta la fábrica de azúcar, que rugió
al detenerse, y del eco cada vez más amplio

de la caña, cuando solían cultivarla
en este dulce valle;
entonces, desde las flechas de las cañas,
salieron disparados los mirlos, andanada

tras andanada de acólitos,
convirtiendo todos los días en domingo
tras la huelga. Ahora no hay luz
en la fábrica abandonada.

Las vagonetas se oxidan sobre vías muertas.
Se empezó a cultivar el plátano
y el paraíso de un muchacho
cayó segado en gavillas de aleluyas.

Entre angostas trochas la hierba
se espesa. Un cruce esperará
en vano el paso de las viejas estrofas de hierro
con su fragante carga.

El techo galvanizado y descolorido
de la fábrica cede. Las planchas combaten
las palanquetas del viento que arrancan
sus últimos clavos, pero la capilla

de Jacmel, cuyas oraciones encadenan delicadamente
las muñecas unidas de los trabajadores (sus hombros
aún doblados como la susurrante caña,
sea cual sea la cosecha), sigue siendo tan vieja

como el valle, y la letanía
fluye con el acento de melaza
de los sacerdotes locales, no los de Bretaña
o Alsacia-Lorena. El incienso

sigue el mismo camino
que el humo de carbón vegetal sobre una colina
que conecta Roseau con el paraíso,
pero la fábrica perdió el aliento.

¡Cuán verde y dulce la conservé
junto a mi envejecida alma! Resplandece
aunque un fornido viento la ha barrido
con su impalpable guadaña, pero ¿a dónde

condujeron mis líneas? No aportaron
consuelo como los sacerdotes franceses
o el Himno de los Trabajadores, que disociaba
el paraíso de un incremento salarial,

ese lenguaje ofrecía un amor que sólo unos pocos
podían leer, a cambio de unas monedas de cobre,
sólo aquellos labradores que compartían los beneficios
de la comunión o del sindicato.

¿De qué sirvieron a esa amable gente del valle
mis loas a su serena luz verde?
Sobre las chimeneas y las chabolas
se cerró y oscureció el puño de una nube

gesticulando ante los relámpagos
de crepitantes, amplificados discursos
que dieron paso a un rugido de lluvia
procedente de las acequias de riego,

y la inundación convocadora de camisas
se embalsó con toda su fuerza
en torno a las puertas de la fábrica, desviándose después
desconcertada, sin saber qué camino seguir.

Todos los espantapájaros surgidos
de la cuneta con un grito crucificado
habían de alarmar a la sirena de la fábrica
o al ojo del campanario,

hasta que, como las desharrapadas cañas
una vez quemada la cosecha,
sus calcinados tallos fueron aplastados
de nuevo por la Iglesia y el Gobierno,

pero un lunes marcharon ocupando toda
la carretera, con gavillas en el puño,
mientras las motocicletas de la policía ronroneaban
junto a ellos en dirección a la sede del gobierno,

y el río moreno fluyó colina arriba,
su griterío serpenteó en torno al Morne,
abandonando a su suerte a la vieja fábrica de azúcar
para que se ocupara de la caña ella sola.

Mi mano compartía la inquietud de
los trabajadores, pero ¿cuáles eran sus poderes
ante esos andrajosos peones
que pasaban las hojas de mi Libro de las Horas?

Los demonios enseñan los dientes en una bandera y
el humo se eleva en espirales sobre un turiferario,
el aliento del dragón del opio
hace un Lenin de Lucifer.

La sombra de guadaña de una
bandera segadora recorre
los campos de cereales, la caña
partió con la flecha del mirlo,

y, junto con su cosecha, ¿qué desapareció?
¿Mi fantasía que en tiempos la convirtió en
«trigo oriental e inmortal»
o el peso de la indiferencia?

¿Pero era realmente un reino diferente
el mío? Las mitras y los peones pueden desplazar
las sombras de un cambio de régimen
sobre las casillas de los campos, pero mi regalo,

que no puede recompensar suficientemente
a esta isla, que no aportó una comunión
de las lenguas, cuya mano izquierda
nunca apretó las gavillas en unión,

sigue exudando la resina que gotea
de la cálida axila de una colina, mientras
mi elección del camino va emergiendo
de los anfiteatros del mar

para inhalar un vigorizante horizonte
por encima de los campanarios o las chimeneas donde
el latido de la apisonadora muere en el
aire indivisible, azul.



SILABARIO ESCOLAR

(In memoriam: H.D. Boxill)

No tenía dónde registrar
el avance de mi trabajo
salvo el horizonte, ningún lenguaje
salvo los bajíos en mi largo paseo

hasta casa, por lo que extraje toda la ayuda
que mi mano derecha pudiera aprovechar
de las algas cubiertas de arena
de lejanas literaturas.

El rabihorcado era mi fénix,
yo estaba embriagado de yodo,
una gota de la púrpura del sol
teñía de vino el tejido de la espuma;

mientras araba blancos campos de olas
con mis canillas de muchacho, me
tambaleaba al deslizarse el banco
de arena bajo mis pies,

entonces encontré mi más profundo deseo
en las oscilantes palabras del mar,
y el esquelético pez
que era aquel muchacho tomó cuerpo en mí;

pero vi como el broncíneo
atardecer de las palmeras imperiales
curvaba sus frondas convirtiéndolas en preguntas
sobre los exámenes de latín.

Yo odiaba los signos de escansión.
Aquellos trazos a través de las líneas
llovían sobre el horizonte
y ensombrecían la asignatura.

Eran como las matemáticas
que convertían el deleite en designio,
clasificando los palillos lanzados al aire
de las estrellas en seno y coseno.

Enfurecido, hacía rebotar una piedra
sobre la página del mar; seguía
barriendo su propia sílaba:
troqueo, anapesto, dáctilo.

Miles, un soldado de infantería. Fossa,
una trinchera o tumba. Mi mano
sopesa una última bomba de arena para lanzarla
hacia la playa que se desvanece lentamente.

No obtuve matrícula
en matemáticas; aprobé; después,
enseñé el latín básico del amor:
Amo, amas, amat.
Vestido con una chaqueta de tweed y corbata,
maestro en mi escuela,
vi como las viejas palabras se secaban
como algas en la página.

Meditaba desde el acogedor puerto
de mi mesa, las cabezas
de los muchachos se hundían suavemente
en el papel, como delfines.

La disciplina que predicaba
me convertía en un hipócrita;
sus esbeltos cuerpos negros, varados en la playa,
morirían en el dialecto;

Hacía girar el meridiano del globo,
mostraba sus sellados hemisferios,
pero ¿a dónde podían dirigirse aquellos entrecejos
si ninguno de los dos mundos era suyo?

El silencio taponó mis oídos
con algodón, el ruido de una nube;
escalé blancas arenas apiladas
intentando encontrar mi voz,

y recuerdo: fue
un sábado casi a mediodía, en Vigie,
cuando mi corazón, al volver la esquina
de Half-Moon Battery,

se detuvo a mirar cómo el sol
de mediodía fundía en bronce
el tronco de un gomero
sobre un mar sin estaciones,

mientras la ocre Isla de la Rata
roía el encaje del mar,
un rabihorcado llegó volando
a través del entramado de un árbol para izar

su emblema en los cirros,
con su nombre, fruto del sentido común
de los pescadores: tijera de mar,
Fregata magnificens,
ciseau-la-mer, en patois,
por su vuelo, que corta las nubes;
y esa metáfora indígena
formada por el batir de los remos,

con un golpe de ala por escansión,
esa V que se abría lentamente
se fundió con mi horizonte
mientras volaba sin cesar

más allá de las columnas, mordisqueadas por las ovejas,
de árboles de mármol caídos,
o de los pilares sin techo que fueron en tiempos
sagrados para Hércules.



GROS-ILET

De esta aldea, empapada como un trapo gris en agua salada,
llegó un lenguaje guarnecido de conchas marinas,
con una sombra de bayas en sus axilas
y codos como flexibles remos. Toda ceremonia comenzaba
en las vaguadas, los estercoleros, los funerales al alba y el ocaso
a los que asistían los cangrejos. El mar reforzaba
los olores. El ancla de las islas penetraba a gran profundidad
pero se veía siempre clara en las arenas. Muchos tiburones
y a menudo la raya, cuyas aletas son anchas como velas,
ascendían con mirada insomne desde los ondeantes corales,
y un pescador sacaba un bagre como una cabeza con tentáculos.
Y el anochecer con sus inevitables, inextinguibles candiles,
era como la Noche de Todos los Santos vuelta del revés, igual que el
murciélago obtiene su propia visión del mundo. Así, sus ojos miran hacia abajo,
divertidos, consideran que caminamos de modo extraño, y se preguntan sobre
nuestro sentido del equilibrio, sobre cómo dormimos
como si estuviéramos muertos, cómo confundimos
los sueños con cosas corrientes como clavos, o rosas,
cómo envejecen rápidamente las rocas con el musgo,
cómo el mar traza surcos que no tienen nada que ver con el tiempo,
y la arena se alza en torbellinos que no tienen nada que hacer en absoluto,
y las sombras sólo responden ante el sol.
Y ocasionalmente, como un viejo neumático,
el negro lomo de un delfín. Elpenor, tú
que te rompiste el culo, borracho, tambaleándote escotillón abajo,
y tú timonel, que navegas como la raya bajo el aliento de las olas,
seguid vuestro camino, aquí no hay nada para vosotros.
En este lugar las velas y las costumbres son distintas, los muertos
son distintos. Sus tumbas las guardan conchas distintas.
Hay diferencias más allá del paraíso
de nuestro horizonte. Esto no es el Egeo púrpura como la uva.
Aquí no hay vino, no hay queso, las almendras son verdes,
las uvas de playa amargas, el lenguaje es el de los esclavos.



LOS MARISCADORES DE CARACOLAS


Dado que la peluda ortiga, la bifurcada mandrágora y la maligna
seta, la baba de sapo o el afilado y espinoso erizo
son, por su naturaleza, venenosos, no deberíamos dudar de
lo que murmuran haber visto con sus ojos de luna los mariscadores de caracolas.
¿Quién es este príncipe? ¿Qué yelmo lleva?
Vemos volar alto a los rabihorcados carroñeros, cada vez más abundantes,
vemos que nuestro aliento traza formas vacilantes,
pero ¿qué es lo que le perturba en los empapados acantilados,
mientras mira las estrellas insomne como el mar?
¿Qué embozados rumores atraviesan el reino,
ocultándose de las linternas de los vigilantes nocturnos en las calles mojadas?
Abofeteados por nuestros inquisidores, los mariscadores de caracolas sólo farfullan:
«Es como una concha soldada a la roca del mar,
y no hay cuchillo que pueda desprenderla».

              Los sutiles torturadores
fingen creerlo. El moderno sermón del prelado
muestra que no hay mal, tan sólo voluntad mal orientada,
pero los ojos de los pescadores de caracolas son grises como ostras
y la negra vela se desliza lentamente bajo su quilla musgosa.
«Es Abdón el usurpador, a cuyo corazón se adhiere el sapo.»
«No hay nada bajo su yelmo salvo vuestro miedo».
«Ha bebido las cuencas sorbidas de sus propios ojos,
y escamosas garras aferran la empuñadura de su espada».
«¿Y reaparece una vez que habéis hecho la señal de la cruz?»
«Sí. El escorpión de mar acude a su silbido como un perro».
«Bajo su saliva ácida los buitres despliegan sus paraguas,
y el mar reluce como su cota de malla a través de la niebla.
Se aferra al cuello de este mundo y no hay forma de desprenderle».
Cuando les damos caldo, y esto se prolonga durante noches,
el más joven mira el vapor hasta que se enfría.
«Si es Abdón el usurpador, ¿qué usurpará?»
Se estremece. «Ojalá se le enfrenten plateadas legiones de serafines».

Les explicamos que es la luz de la luna amotinada sobre las olas,
el espejismo de los pescadores, que tan sólo están enloquecidos
por la sal en los cortes de las palmas de sus manos, pero todos creen
que es Abdón, que lo que se yergue en el empapado rompeolas,
haciendo temblar sus alas nervudas como un perro mojado,
erecto como una pastinaca, es una manta, no el demonio;
pero el más joven repite con voz inhumana
por la afonía, como el cansino retirarse de las olas
sobre la roca ulcerada por las caracolas: «Si no es él, ¿por
qué entonces desgarran la luna las nubes de negro manto
y ahogan su redondo grito como el de una loca?»
Ojos salvajes como caracolas sobre la cuchara alzada.



FAMA

Esto es la fama: domingos,
una sensación de vacío
como en Balthus,

callejuelas empedradas,
iluminadas por el sol, resplandecientes,
una pared, una torre marrón

al final de una calle,
un azul sin campanas,
como un lienzo muerto

en su blanco
marco, y flores:
gladiolos, gladiolos

marchitos, pétalos de piedra
en un jarrón. Las alabanzas elevadas
al cielo por el coro

interrumpidas. Un libro
de grabados que pasa él mismo
las hojas. El repiqueteo

de tacones altos en una acera.
Un reloj que arrastra las horas.
Un ansia de trabajo.






MAÑANA, MAÑANA

Recuerdo las ciudades que nunca he visto
exactamente. Venecia con sus venas de plata, Leningrado
con sus minaretes de toffee retorcido. París. Pronto
los impresionistas obtendrán sol de las sombras.
¡Oh! y las callejas de Hyderabad como una cobra desenroscándose.

Haber amado un horizonte es insularidad;
ciega la visión, limita la experiencia.
El espíritu es voluntarioso, pero la mente es sucia.
La carne se consume a sí misma bajo sábanas espolvoreadas de migas,
ampliando el Weltanschauung con revistas.

Hay un mundo al otro lado de la puerta, pero qué inquietante resulta
encontrarse junto al propio equipaje en un escalón frío cuando el alba
tiñe de rosa los ladrillos, y antes de tener ocasión de lamentarlo,
llega el taxi haciendo sonar una vez la bocina,
deslizándose hasta la acera como un coche fúnebre—y subimos.



Omeros

Libro I
Capítulo I


I

“Así es como al amanecer, cortamos las canoas”.
Filoctetes sonríe a los turistas que tratan de arrebatarle
el alma con sus cámaras. "Una vez que el viento trae las nuevas

a los laurier-canelles, sus hojas comienzan a temblar
el minuto en que el hacha de los rayos del sol golpea los cedros,
porque podían ver las hachas en nuestros ojos.

El viento levantaba los helechos. Suenan como el mar que nos alimenta,
pescadores de toda la vida, y los helechos asentían : 'Sí,
los árboles tienen que morir'. Así, con los puños cerrados en nuestra chaqueta,

porque en las alturas hacía frío y nuestro aliento fabricaba plumas
como la bruma, pasábamos la ronda del ron. Cuando volvía,
nos daba ánimo para convertirnos en asesinos.

Levanto el hacha y ruego tener la fuerza en mis manos
para herir el primer cedro. El rocío llenaba mis ojos,
pero disparo otro ron blanco. Entonces avanzamos".

Por algo extra de plata, bajo un mar almendrado,
les muestra una cicatriz hecha por una ancla oxidada,
subiéndose una pierna del pantalón con el quejido ascendente

de una concha. Se ha plegado como la corola
de un erizo marino. No explica su curación.
"Tengo algunas cosas -sonríe- que valen más de un dólar".

Ha dejado a una catarata locuaz
verter su secreto hasta La Sorcière, ya que
cayeron los altos laureles, para que el canto nupcial de las palomas de tierra

pasen su nota a las azules, tácitas montañas
cuyos habladores arroyos, llevándolo al mar,
se conviertan en ociosas lagunas donde saltan las claras carpas

y un airón acecha su presa entre las cañas con un grito herrumboso
al apuñalar y apuñalar el lodo con una pata levantada.
Entonces el silencio es aserrado por una libélula

mientras las anguilas firman sus nombres a lo largo de la clara arena del fondo,
cuando el sol naciente ilumina la memoria del río
y olas de enormes helechos mueven sus cabezas asintiendo al sonido del mar.

Aunque el humo olvida la tierra de la que asciende,
y las ortigas custodian los hoyos donde fueron asesinados los laureles,
una iguana oye las hachas, nublando cada lente

sobre su nombre perdido, cuando la jorobada isla era llamada
"Iounalao", "Donde se encuentra la iguana".
Pero, tomado su tiempo, la iguana escalará

la jarcia de las enredaderas en un año, su papada extendida como abanico,
sus codos en jarra, su cola deliberada
moviéndose con la isla. Las vainas partidas de sus ojos

maduradas en una pausa que duró siglos,
que se elevó con el humo de los Aruac hasta que una nueva raza
desconocida por el lagarto se alzó midiendo los árboles.

Estos fueron sus pilares que cayeron, dejando un espacio azul
para un solo Dios donde habían estado antes los antiguos dioses.
El primer dios era un gommier. El generador

comenzó con un gemido, y un tiburón, con mandíbula lateral,
hizo volar los trozos como las macarelas sobre el agua
entre las trémulas malezas. Ahora detuvieron la sierra,

todavía caliente y trémula, para examinar la herida
que había hecho. Removieron raspando su musgo gangrenoso, luego rasgaron
la herida despejándola de la red de lianas que todavía la ataba

a esta tierra, y asintieron. El generador como un látigo
volvió a ejecutar su función, y los trozos volaron mucho más rápido
que el mordisqueo de los dientes del tiburón. Cubríanse los ojos

del nido de astillas que saltaban. Ahora, sobre las pasturas
de bananas, la isla alzaba sus cuernos. El sol naciente
caía en gotas en sus valles, la sangre salpicada en los cedros,

y la arboleda inundada con la luz del sacrificio.
Un gommier crujía. Sus hojas un enorme
encerado sin el caballete. El crujiente sonido

hizo saltar atrás a los pescadores cuando el mástil pescador
se inclinó lentamente hacia la hondonada de helechos ; luego el suelo
se sacudió bajo los pies en ondas, después las ondas pasaron.



II

Aquiles contempló el hueco que había dejado el laurel.
Vio el agujero sanando silenciosamente con la espuma
de una nube como una ola rompiente. Luego vio el vencejo

cruzando la resaca de nubes, una cosa pequeña, lejos de su hogar,
confundido por las olas de las colinas azules. Una enredadera espinosa cogió
su talón. La arrastró hasta liberarse. Alrededor de él otros barcos

se estaban formando con la sierra. Con su machete hizo
un rápido signo de la cruz, su pulgar tocó sus labios
mientras que la altura resonaba con las hachas. Balanceó de nuevo la hoja

y macheteó las piernas del dios muerto, nudo tras nudo,
dislocando las venas cortadas del tronco mientras rezaba :
"¡Árbol! ¡Tú puedes ser una canoa! ¡O bien no puedes! "

Los barbudos mayores soportaron que diezmaran
su tribu sin proferir una sílaba
de aquel lenguaje que habían proferido como nación,

el habla enseñada a sus retoños : desde la imponente balbuceo
del cedro a las verdes vocales del bois-capêche.
El bois-flot contuvo su lengua con el laurier-canelle,

el campeche de piel roja soportó las espinas en su carne,
en tanto que el patois de los Aruac crepitaba en el olor
de una fogata resinosa que ponía las hojas color café

con lenguas que se enroscaban, luego la ceniza, y su lenguaje se perdía.
Como bárbaros que pasan sobre columnas que han derribado,
los pescadores gritaban. Los dioses habían caído finalmente.

Como pigmeos cortaban los troncos de los gigantes encogidos
para canaletes y remos. Trabajaban con la misma
concentración de un ejército de hormigas rojas.

Pero molestos por el humo y la denigración de su selva,
saetas de mosquitos agujereaban el tronco de Aquiles.
Se frotó ron blanco en ambos brazos, al menos,

aquellos que había aplanado en asteriscos morirían borrachos.
Arremetieron contra sus ojos. Los circundaban con ataques
que lo hacían llorar cegadoramente. Luego el anfitrión retrocedió

hasta un alto bambú como los arqueros de los Aruac
huyendo de los mosquetes de leños crijientes, guiados
por el estandarte del fuego y la inmisericorde hacha

que cortaba sus ramas. Los hombres ataron los grandes leños primero
con cáñamo nuevo y, como hormigas, los hicieron rodar hasta un acantilado
lanzándolos a través de altas ortigas. Los leños juntaron aquella sed

de mar con que habían nacido sus propios cuerpos enredaderados.
Ahora los troncos con la avidez de convertirse en canoas
surcaban rompientes de matorrales, haciendo rudos agujeros

de piedras, sin sentir la muerte en ellos, sino el uso...
para techar el mar, para ser vainas. Luego, en la playa
se ponían carbones en los surcos cavados por la azuela.

Un camión de remolque plano había transportado sus cuerpos atados por cuerdas.
Los carbones, ardiendo sin llama, cavaban las piraguas por días
hasta que el calor ensanchaba la madera lo suficiente como para colocar las costillas de la borda.

Bajo su golpeteante cincel Aquiles sintió sus cavidades
exhalando el toque del mar, arremetiendo hacia la niebla
de islotes impresos por aves, picos de sus partidas proas.

Luego todo calzaba. Las piraguas inclinadas en la arena
como sabuesos con ramitas en sus dientes. El sacerdote
las rociaba con una campana, luego hacía la señal del vencejo.

Cuando sonreía a la canoa de Aquiles, Confeamos en Dios, (1)
Aquiles dijo : "¡Déjelo! Es la ortografía de Dios y mía".
Después de Misa un amanecer las canoas penetraron en las depresiones

de los sobrepellizcados bajos, y sus asentientes proas
concordaron con las olas para olvidarse de sus vidas como árboles ;
una serviría a Héctor y otra a Aquiles.



III

Aquiles meó en la oscuridad, luego trancó la semi-cerrada puerta.
Estaba herrumbada por las ráfagas de viento marino. Levantó la olla para cocer pescado
con el cangrejo en una mano ; en el agujero bajo la choza

ocultó el peldaño de concreto. Al acercarse a la bodega,
la brisa del amanecer lo saló viniendo de la calle gris
pasando por casas en profundo sueño, bajo las barras de sodio

del alumbrado público, hasta el seco asfalto raspado por su pies ;
contó las pequeñas chispas azules de estrellas separadas,
Frondas de bananos movían sus cabezas a la ondulante

ira de los gallos, sus cantos chillaban como tiza roja
que dibuja colinas en un pizarrón. Como su maestro, esperando,
la resaca seguía frotando al ritmo de su paso deliberado.

Cuando se encontraron en el muro del cobertizo de concreto
la estrella de la mañana se había retirado, odiando el olor
de las redes y tripas de pescados ; la luz era dura encima

y había un horizonte. Puso la red junto a la puerta
de la bodega, luego se lavó las manos en la palangana.
La resaca no alzó su voz, incluso los huesudos sabuesos

en torno a las canoas estaban tranquilos ; una botella de ajenjo
era pasado entre los pescadores que emitían sonidos de placer gustativo
y se sacudían con la amarga corteza de que está hecho.

Esta era la luz bajo la cual Aquiles se sentía lo más feliz.
Cuando, antes de que sus manos asieran las bordas, se erguían
delante de la anchura del mar al que entrarían, sintiendo que su día comenzaba.



Libro VI
Capítulo XLVIII (fragmento)


I

Bajo las gruesas hojas de la foresta hay una vida
más intrincada que la nuestra, con nuestros votos de amor,
que bulle bajo el velo de la araña en la hoja mojada.

Hay una raza de escarabajos cuya naturaleza es sangrar
la propia fuente que los nutre, hasta que el anfitrión
es un caparazón cascabeleante ; lentamente se van

hacia un compañero fecundo, montando el seco fantasma.
No, no hay tal insecto, pero hay criaturas
con dos patas solamente, pero con tenazas en sus ojos,

y brazos que agarran y nos estrechan ; cuelgan como sanguijuelas
en las lianas más verdes, desde las venas del paraíso.
Y a menudo, en la hembra, lo que puede parecer voluntarioso

asemejará felicidad, ese éxtasis espasmódico
que eyecta el ácido fatal del cual los hombres caen
como una hoja disecada ; y esta historia natural

no está confinada a la hembra de la especie,
depende de quien gane la compra, ya que el macho,
como el escarabajo estiercolero que guarda heces secas,

puede dejar a su pareja exhausta histérica, pálida.
Ésta es la sucesión, se oculta bajo un leño,
repta sobre una flor sacudida, y entonces ambos

se abrazan y olvidan ; luego el epílogo usual
ocurre, donde uno yace llorando, lo cual el otro odia.
Todo lo que he logrado lo he merecido, ahora vi esto,

y aunque tuve desprecio a mí mismo por mi propio profundo dolor,
yazgo exánime en el lecho, con el mismo corazón seco
que hice de otros, hasta que me llegue el turno de nuevo.

No pudo levantar las pesadas agonías que sentí
por los vagabundeos sin padre de mis propios hijos,
pero algunas penas son como piedras y nunca se derriten,

aunque nuestras lágrimas lluevan y las estríen, y las otras,
los matrimonios disueltos como arena entre los dedos,
el per mea culpa que había vaciado toda esperanza

de las alacenas donde queda algún aroma de felicidad
en el alcanfor, en una horquilla perdida encostrada con jabón ;
el amor por el que fui bueno pareció haber sido sólo

el amor de mi arte y naturaleza ; sí, fui bondadoso,
pero con tal certeza que hizo a otros solitarios,
y con tal torcida industria que me hizo ciego.

Fue un grito que llamaba desde la roca, alguna agua
que la corriente marina cruzó sola, y el llamado quedó
como el ronco eco en la concha ; me llamaba desde la hija

y el hijo, me llamaba desde mi lecho al amanecer en la oscuridad
como un pescador que camina hacia el ruido blanco
del papel, luego en su hueca nave pone los remos.

Fue lo que Aquiles aprendió bajo el oscuro cielo raso
de las uvas marinas goteando con la lluvia que arrugaba la arena :
que no hay error en el amor, de sentir

el amor equivocado por la persona equivocada. La quieta isla
sazonó la herida con su sal ; él vertió el balde
y vació la sentina con sus hojas de manzanillo,

pensando en la herida cosida, suturada que a Filoctetes
le dio el mar, pero cómo también el mar podía sanar
la herida. Y eso fue lo que Ma Kilman enseñó.

Ella atisbaba los dioses en las hojas, pero con sus rasgos oscurecidos
por la incansable luz y sombra, aquellos momentáneos
guardianes, como las espinas del campeche de su Señor,

o ese dorado anfitrión nombrado para su madre, María,
a través de un océano más rápido que la veloz, numerosa
y ruidosa migración de las golondrinas africanas

o los murciélagos que circundan un árbol de algodón al ocaso
cuando su vista es poderosa y las ramas sostienen la casa
del cielo ; así las deidades pululaban en la espesura

de la arboleda, esperando que se las conociera por su nombre ; pero ella
nunca los había aprendido, aunque sus sonidos estaban dentro de ella,
subyugados en los ríos de su sangre. Erzulie,

Shango y Ogun ; sus rasgos desvaneciéndose, haciéndose más tenues
como se atenuaba la creencia en ellos, así que todo su poder,
sus raíces y sus rituales estaban concentrados

en la verticilada corola de esa fétida flor.
Todos los dioses insepultos, muertos por tres profundos siglos,
pero de cuyo linaje, como si las venas de ella fueran las raíces de ellos,

ululaban sus brazos, alzando las ramas
de un árbol llevado a través del Atlántico al que le brotan
hojas frescas cuando su tronco muerto reverbera en nuestras playas.

Ellos estaban allí. Ella los invocó. Habían anudado los gritos
en su garganta como una enredadera. Eran los murciélagos cuyos chillidos
son más agudos que los que oye un perro. Ma Kilman escuchó

y los vio cuando sus alas con costuras entrecruzadas
se desdibujaban en los intersticios de las hojas, fabricando una telaraña por encima,
una red que le penetraba en los nervios y su piel le cosquilleaba

como si la azotaran con una ortiga. Ella buscaba afanosamente algún signo
del pinchante matorral, y se revolvía por el pecado
de dudar de sus nombres antes de que pudiera comenzar la cura.



Libro VII
Capítulo LXIV


I

Canté del apacible Aquiles, hijo de Afolabe,
quien nunca subió en un ascensor,
quien no tenía pasaporte, ya que el horizonte no lo necesita,

nunca mendigó ni pidió prestado, no fue sirviente de nadie,
cuyo fin, cuando venga, será muerte por agua
(que no es para este libro, que permanecerá desconocida

y no leída por él). Canté de la única matanza
que le traía deleite, —y que era de la necesidad—
de los peces, canté de las estrías de su espalda en el sol.

Canté de nuestro vasto país, el Mar Caribe.
Quien odiaba los zapatos, cuyas suelas estaban tan agrietadas como una piedra,
quien era gentil con las cuerdas, quien tenía un solo traje,

a quien nadie osaba insultar y que no insultaba a nadie,
cuya sonrisa era una ola blanca creciendo, pero cuyo entrecejo
era el trueno que se desata, cuyo puño de hierro

me haría un más grande honor si sostuviera
las manijas de mi ataúd en vez de que yo alce el suyo
cuando ambas anclas sean echadas en la isla,

pero ahora el idilio muere, la copa se ha roto,
y la lluvia corre por las marrones mejillas de un cántaro
de arcilla de Choiseul. ¡Tanto que dejó sin hablar

mi gorjeante pico! Y mi puerta terrena está entreabierta.
Yazgo envuelto en una vela de saco de harina. Los terrones golpean
en mi canoa con cabos bajados. Palas raspantes rascan

una lluvia seca de suciedad en su cala, pero volved la cabeza,
cuando el almendro marino cascabelee o la uva de hojas de herrumbe
de las conchas de mi pirámide no faraónica,

hacia el papel picado por el viento y esparcido
como gaviotas blancas que separan sus nombres de la espuma
y mueven la cabeza asintiendo a un pescador con su perro kaki

que escapa de las olas rompientes, luego fruncid el ceño a su forma
por un rápido segundo. En su seno terrenal, mi piragua
con sus toletes de hierro navega. No desde ellos

sino con ellos, con Héctor, con Maud al ritmo
de sus lechos emparejados con llana, con un leño remolineando
alzando su cabeza musgosa de la mar ; que el himno profundo

del Caribe continúe mi epílogo ;
que las olas remuevan sus chales cuando mis deudos se vayan a casa
a sus herrumbadas aldeas, con zapatos buenos en una mano,

cruzándose con un muchacho que camina a través de la ignorante espuma,
y que veía una vela saliendo o entrando,
y observaba asteriscos de lluvia arrugando la arena.






II

Podéis ver a Helena en el Halción. Está vestida
con el traje nacional : corpiño blanco, corto,
cinta de vuelos en el cuello, sólo una partidura en el seno

para los parroquianos cuando ella toma los pedidos
en los escudos de las mesas. Ellos pueden adivinar el resto
bajo la falda de madrás con sus bordes dorados

y el flirteante nudo del tirante del madrás.
Se detiene entre las mesas, sosteniendo una bandeja
sobre el estómago para ocultar el suspiro redondeado como ola

de su preñez. Hay algo demasiado remoto
respecto a su quietud. Las mujeres estudian su belleza,
pero le vuelven el rostro si sus miradas se cruzan,

como una talla de ébano. Pero si se vuelve de súbito
esa silueta cincelada del metal del mar
como un perfil en un escudo, su cuello sinuoso

alargándose como el de una palmera, podríais recordar aquel combate
por el cual nombraron una isla o el naufragio
del Ville de Paris que se alza en su corpiño de vuelos de espuma,

o sólo pensar, "¡Qué bella mujer local !" y su
cabeza girará cuando hagáis sonar los dedos, aproximándose
con ojos lentos con el ocio de una pantera

a través de las mesas blancas con quitasoles de hierro verde-palmera,
junto a los niños que vadean la laguna con salvavidas,
y África cruza de un tranco, no Hellas de alabastro,

y medio mundo está abierto para mostrar su perla negra.
Ella espera vuestro pedido y vosotros bajáis los ojos
desviándolos de los de ella que nunca han cargado los despojos

de Troya, que nunca traicionaron al cornudo Menelao
o atraparon a Agamemnón con sus iris.
Mas el nombre Helena había cogido mi muñeca en su prensa

para arrojarlo en una página espumante. Por tres años,
auditor fantasma, estuve vagando al sonido de una voz
más dura que el eco del invierno en la garganta de un ánfora !

Como la herida de Filoctetes, este lenguaje lleva su cura,
su aflicción radiante ; renuente ahora,
como la de Aquiles, mi nave desliza la cadena de su ancla,

atada a su cruz al dejarla ; su proa asiente
simplemente a las letras, con cuadernas de nuestra madera nativa,
surcando estos últimos atormentados versos ; su ritmo concuerda

que todo lo que olvidó un vencejo lo hizo recordar
desde aquel amanecer de hachas y laureles,
hasta los carbones del ocaso, lentamente hasta una brasa.

Y el mismo Aquiles había sido uno de esos niños
cuyas voces son resaca bajo un techo galvanizado ;
ovejas balando en el patio de la escuela ; un Caribe

cuyas crestas lanudas eran los lomos del rebaño de los Cíclopes,
con el hombre astuto bajo la panza de una. Historias tristes
recitábamos como niños levantados con la roca

de Polifemo. De un Omeros de yeso
el humo y las bufandas de colas de yeguas,
fantasmas de tiza continuamente asociados a través de nuestro propio cielo.



III

Fuera de su elemento, la macarela se sacudía
golpeaba, de plata, luego de plomo. Las escalas bermellones
de tortugas se desvanecían como el sol poniente. Los húmedos

abanicos de mar cubiertos de musgo coralino que batían las algas en el agua alambrada
se ponían tiesos como un laso de hueso, y los zarcillos goteantes
de un pulpo encogían sus manos ante la matanza

de los cuchillos destripadores. Aquiles desuturó las entrañas
y las arrojó a la arena para los perros mestizos con costillas de palmera
y las picadoras moscas. Tan avezados como hienas

trotaron los perros, luego se detuvieron, ladeando los hocicos
para devorar con patas trémulas y luego levatar la nariz
a más despojos. Un Aquiles triunfante

con las manos enguantadas de sangre se encaminó a las otras canoas
cuyos cascos latían de pescados. En la red de arrastre
las macarelas plateadas multiplicaban el ruido

de monedas en una vasija. Las balanzas de cobre, oscilando
eran balanceadas por una lágrima de hierro ; luego había paz.
Lavaban sus cuchillos cortos, enrollaban las velas de sacos de harina,

luego ayudaban a arrastrar al En Dios Confeamos de nuevo a su lugar,
colocando troncos bajo su quilla. Él sentía sus músculos
desanudarse como una cuerda. Las redes estaba cerrando los ojos

combándose en postes de bambú cerca de la bodega de concreto.
En el tubo del depósito de agua de la arenosa pileta el adolorido Aquiles
se lavaba la arena de sus talones, luego apretaba el tapón de bronce

hasta la última gota. Un inmenso vacío lila
aquietaba el mar. Husmeó su nombre en una axila.
Se sacó las escamas secas de sus manos. Le gustaban los olores

del mar en él. La noche abanicaba su brasero
desde una estrella que se encendía. El Sin Dolor alumbró sus puertas
en la aldea. Aquiles puso el trozo de delfín

que había guardado para Helena en la oxidada lata de Héctor.
Una luna llena brillaba como una tajada de cebolla cruda.
Cuando dejó la playa el mar todavía proseguía.



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