f


Eugenio Montale
(1896-1981)


Eugenio Montale nació en Génova, el 12 de octubre de 1896, y murió en Milán el 12 de septiembre de 1981. Considerado por muchos críticas como la máxima voz poética italiana del siglo XX. Poeta y crítico literario, tradujo al italiano a autores norteamericanos, ingleses y españoles, como Cervantes y Becquer; Hawthorne, Melville, Twain, Scott Fitzgerald y Faulkner; Shakespeare, Yeats y T. S. Eliot. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1975. Sus mejores libros de poesía son Huesos de sepia (Ossi di seppia, 1925), La casa dei doganieri e altre poesie (1932), Las ocasiones (Occasioni, 1939) y El vendaval y otras cosas (La bufera e altro, 1956), todos ellos reeditados en un solo volumen, Poesie, en 1958. Antes de su muerte, le dio el visto bueno a la edición crítica de su obra poética completa, la cual incluía algunos poemas inéditos o reecontrados, editada por Gianfranco Contini, La obra en versos (E. M.: l’opera in versi, 1980).


Huesos de sepia
(Ossi di seppia, 1925)

No nos pidas la palabra

No nos pidas la palabra que de par en par exhiba
nuestro ánimo informe y con letra de fuego
lo declare y resplandezca como una amarilla
flor perdida en un terreno polvoriento.

Ah, el hombre que camina sin recelo,
amigo de los otros y de sí mismo y no se cuida
de su sombra que en el punto extremo
del calor se imprime sobre un desconchado muro.

No nos pidas la fórmula que mundos pueda abrirte,
sí alguna sílaba torcida y seca como una rama.
Sólo esto podemos hoy decirte:
lo que no somos, lo que no queremos.



In Limine

Goza si el viento que entra en el pomar
trae de nuevo la oleada de la vida:
aquí donde se hunde un muerto
amasijo de recuerdos,
huerto no hay, sino relicario.

El aleteo que sientes no es un vuelo,
sino el conmoverse del eterno regazo;
mira como se transforma este rincón
de tierra solitario en un crisol.

Ira en esta parte del escarpado muro.
Si avanzas penetras
quizá en la pesadilla que te salva:
se componen aquí las historias, los actos
borrados por el juego del futuro.

Busca una malla rota en la red
que nos estrecha, ¡salta fuera, huye!
Vete, por ti lo he deseado,—ahora mi sed
será más leve, menos acre la herrumbre...



Los limones

Escúchame, los poetas laureados
se mueven solamente entre plantas
de nombres poco usados: bojes ligustros o acantos.
Yo prefiero los caminos que desembocan en los herbazales
zanjas donde en charcos
medio secos agarran los muchachos
alguna extenuada anguila:
los senderos que siguen los ribazos,
descienden entre los penachos de las cañas
y penetran en los huertos, entre los árboles de los limones.

Mejor si la algazara de los pájaros
se apaga engullida por el azul:
más claro se oye el susurro
de las ramas amigas en el aire que casi no se mueve,
y las impresiones de este olor
que no sabe desatarse de la tierra
y llueve en el pecho una dulzura inquieta.
Aquí las diversas pasiones
de la guerra por milagro callan,
aquí también a nosotros pobres nos toca nuestra parte de riqueza
y es el olor de los limones.

Mira, en estos silencios en los cuales las cosas
se abandonan y parecen dispuestas
a traicionar su último secreto,
a veces se espera
descubrir un error de la Naturaleza,
el punto muerto del mundo, el anillo que no aguanta,
el hilo desenredado que finalmente nos coloque
en medio de una verdad.
La mirada escudriña alrededor,
la mente indaga acuerda desune
en el perfume que inunda
cuando más languidece el día.
Son los silencios en los que se ve
en cada sombra humana que se aleja
alguna turbada Divinidad.

Pero falta la ilusión y nos alcanza el tiempo
en las ciudades rumorosas donde el azul se muestra
sólo a pedazos, en lo alto, entre los cimacios.
La lluvia fatiga la tierra, después; se agolpa
el tedio del invierno sobre las casas,
la luz se vuelve avara—amarga el alma.
Cuando un día por un mal cerrado portal
entre los árboles de un patio
aparece el amarillo de los limones;
y el hielo del corazón se derrite,
y en el pecho bullen
sus canciones
las trompetas de oro de la solidaridad.



Casi una fantasía

Amanece de nuevo, lo presiento
por el albor de vieja
plata en las paredes:
las ventanas cerradas se vetean de un tenue resplandor.
Vuelve el advenimiento
del sol pero sin las difusas
voces, los acostumbrados estrépitos.

Por qué? Pienso en un día encantado
y de las justas de horas demasiado iguales
me resarzo. Desbordará la fuerza
que me inflamaba, inconsciente mago,
desde largo tiempo. Ahora me asomaré,
destruiré altas casas, despojos viales.

Tendré ante mí un lugar de limpia nieve
mas tan ligero como el paisaje de un tapiz.
Resbalará un destello lento entre el algodón del cielo.
Selvas y colinas llenas de invisible luz
me harán el elogio de los festivos retornos.

Alegre leeré sobre el blanco
los negros signos de las ramas
como un esencial alfabeto.
Todo el pasado de repente
aparecerá delante.
No turbará sonido alguno
esta alegría solitaria.
Cruzará el aire
posándose sobre una estaca
algún gallito de Marzo.[1]


[1] algún gallito de Marzo: Nombre familiar de varias especies de insectos, libélulas principalmente.


Sarcófagos

Dónde van las rizadas doncellas
que llevan las colmadas ánforas sobre los hombros
y tienen el firme paso tan ligero;
espera en vano a las bellas
a las que sombrea una pérgola de viña
y los racimos penden oscilando.
El sol está en lo alto,
las confusas laderas
no tienen color: en el blando
momento la naturaleza fulminada
da expresión a sus felices
criaturas, madre no madrastra,
en inconstancia de formas.
Mundo que duerme o mundo que se gloria
de su inmutable existencia, ¿quién lo puede decir?,
hombre que pasa, y tú dale
el mejor ramito de tu huerto.
Después sigue: en este valle
no caben oscuridad y luz.
Tu camino te conduce lejos de aquí,
para ti no hay asilo, estás demasiado muerto:
sigue el viaje de tus estrellas.
Y por lo tanto adiós, rizada infancia,
lleva las colmadas ánforas sobre los hombros.

Ahora sea tu paso
más cauto: a un tiro de piedra
de acá se te prepara
una escena más rara.
La puerta corroída de un pequeño templo
está cerrada para siempre.
Una gran luz se difunde
sobre el herboso umbral.
Y aqui donde no sonarán
humanas pisadas ni ficticio dolor,
vigila tendido en el suelo un magro can.
Nunca jamás se moverá
en esta hora que se adivina sofocante.
Sobre el tejado se asoma
una grandiosa nube.

El fuego que chisporrotea
en la chimenea reverdece
y un aire sombrío gravita
sobre un mundo indeciso. Un viejo cansado
duerme junto a un morillo
el sueño del abandonado.
En esta luz abisal
que parece de bronce, ¡no te despiertes,
durmiente! Y tú caminante
avanza despacio; mas primero
añade una rama a la llama
del hogar y una piña
madura a la cesta arrojada
en el rincón: caen a tierra
las provisiones reservadas
para el viaje.

Mas dónde buscar la tumba
del amigo fiel y del amante;
aquella del mendigo y del muchacho;
dónde encontrar un asilo
para esos que reciben el ascua
de la original llamarada;
¡sea marcada la urna
por un signo de paz leve como un juego!
Deja la taciturna masa de piedra
por las desamparadas lastras
que a veces tienen grabado
el símbolo que más conmueve
ya que el llanto y la risa
igualmente brotan, gemelos.
Lo mira el triste artesano que al trabajo se dirige
y ya le golpea en el pulso una voluntad ciega.
Para ellas busca un adorno primordial
que sepa por el recuerdo que anticipa
llevar el alma ruda
por caminos de dulces exilios:
una insignificancia, un girasol que se abre
y alrededor una danza de conejos...



a K

Rememoro tu sonrisa, y es para mí como el agua límpida
hallada al azar en la pedrera de un arenal,
exiguo espejo en el que mira una hiedra sus corimbos;
y encima el abrazo de un tranquilo cielo blanco.

Ese es mi recuerdo; no sabria decir, en la distancia,
si en tu rostro se expresa libre un alma ingenua,
o si verdaderamente eres un fugitivo que el mal del mundo extenúa
llevando su sufrir consigo como un talismán.

Mas esto puedo decirte, que tu imaginada efigie
sumerge mis caprichosas inquietudes en una oleada de calma,
y que tu semblante se insinúa en mi gris memoria
sencillo como la copa de una joven palmera...





Tráeme el girasol para que yo lo transplante
a mi tierra quemada por la sal,
y muestre todo el día a los azules reverberantes
del cielo la ansiedad de su rostro amarillento.

Tienden a la claridad las cosas oscuras,
se consumen los cuerpos en un fluir
de colores: éstos en músicas. Desvanecerse
es pues la ventura de las venturas.

Tráeme la planta que conduce
donde surgen rubias transparencias
y evapora la vida cual esencia;
tráeme el girasol enloquecido de luz.



Siroco

Oh iracundo soplar de siroco
que el reseco terreno verdeamarillo
quemas;
y por el cielo lleno
de lívidas luces
cruza algún copo
de nube, y se pierde.
Perplejas horas, estremecimientos
de una vida que huye
como agua entre los dedos;
inasibles sucesos,
luces—sombras, emociones
de las delicadas cosas de la tierra;
oh áridas alas del aire
ahora soy yo
la agave que arraiga en la grieta
del escollo
y rehúye el mar de los brazos de algas
que abre anchas gargantas y agarra rocas;
y en la agitación
de mi ser, con mis cerrados capullos
que ya no pueden estallar hoy sufro
el tormento de mi inmovilidad.



Maestral [2]


Se ha rehecho la calma
en el aire: la mar picada parlotea entre los escollos.
En la aquietada costa, en las huertas, apenas bambolean
las palmas.

Una caricia deslustra
la línea del mar y la trastorna
un instante, soplo leve que allí se estrella y aun
el camino alcanza.

Fulge en la claridad
la vasta extensión, se encrespa, pronto se allana dichosa
y refleja en su vasto corazón esa mi pobre
vida turbada.

¡Oh tronco mío que muestras,
en esta lenta embriaguez,
un renacido aspecto con los floridos vástagos
sobre tus manos, mira:

bajo el denso azul
del cielo un ave marina vuela;
nunca descansa: porque todas las imágenes llevan escrito:
«más allá»!


[2] Maestral: Viento maestral.


Égloga

Perderse en el gris undoso
de mis olivos era bueno
en el tiempo ido—locuaces
de alborotadores pájaros
y de cantantes arroyos.
Hundía el tacón
en el suelo agrietado,
entre las laminillas de plata
de las delicadas hojas. Inconexos
nacían en la mente los pensamientos
en el aire de excesiva quietud.

 Nada queda ahora del cerúleo jaspeado.
Se lanza el pino doméstico
a romper la grisura;
arde un retazo de cielo
en lo alto, una telaraña
se rasga al pasar: se libera
entorno una hora malograda.
Surge un chirrido de tren,
no lejos, aumenta. Un disparo
se quiebra en el vidrioso éter.
Resuena un vuelo[3] como un aguacero,
ventea y se desvanece quemado
un brazado de tu amarga
corteza, suplicante: lejana
una jauría furibunda estalla.

 Pronto podrá renacer el idilio.
Se ha recompuesto la fase que del cielo
depende, brotan de nuevo
ligeras cintas...;
                        las cañas del judiar
están envueltas por ellas.
No sirven ya las rápidas alas,
ni ayuda el propósito osado;
sólo perduran las solemnes cigarras
en estas saturnales de la canícula.
Va y viene un instante en la tiniebla
una figura de mujer.
Ha desaparecido, no era una Bacante.
En el atardecer cornea la luna.
Volvíamos de nuestros
vagabundeos infructuosos.
No se notaba ya en la faz
del mundo el rastro
del largo frenesí
de la tarde. Turbados
descendíamos entre las zarzas.
En mi tierra en esa hora
comienzan a silbar las liebres.


[3] resuena un vuelo: Un vuelo de aves.



Cerro

Viene un sonido de bocinas
del ribazo escarpado,
desciende hacia el mar
que tremola y se abre para acogerlo.
Se hunde en la ventosa garganta
con las sombras la palabra
que la tierra disuelve sobre los rompientes;
se olvida el mundo y puede renacer.
Con las barcas del alba
despliega la luz sus grandes velas
y la esperanza halla cobijo en el corazón.
Pero ahora está lejos la mañana,
huye el claror y se concentra
sobre eminencias y frondas,
y todo es más recogido y más cercano
como visto a través de un ojo de aguja;
ahora el fin es seguro,
y si calla también el viento
sientes la lima que sierra
perseverante la cadena que nos ata.

Como un musical derrumbe
se despeña el sonido, se aleja.
Con ello se dispersan las acogedoras
voces de las secas
volutas de las grietas;
el gemido de los declives,
allá entre las vides que los lazos
de las raíces estrechan.
El cerro no tiene más caminos,
las manos se aferran al ramaje
de los pinos enanos; después tiembla
y mengua el resplandor del día;
y desciende un orden que libera
desde los confines
las cosas que ahora ya
sólo piden durar, persistir
contentas de la fatiga infinita;
un chorro de pedrisco que desde el cielo
se abisma en las orillas...

En la tarde apenas desplegada, se oye
un alarido de cuernos, una destrucción.



Crisálida

El árbol verdinegro
se estría de amarillo tierno y se encostra.
Vibra en el aire una piedad por las ávidas
raíces, por la hinchada corteza.
Vuestros son estos tallos
cortos que se renuevan
en el hálito de abril, húmedos y alegres.
Para mí que os contemplo desde esta sombra,
otro brote reverdece, y sois vos.

Cada instante os aporta nuevas hojas
y su estremecimiento acrecienta cualquier otra
alegría fugaz; viene en impetuosas ondas
la vida a este extremo recodo de huerto.
Ahora cae vuestra mirada sobre las glebas;
una resaca de pasado alcanza
a vuestro corazón y casi lo sumerge.
Lejos resuena un grito: de golpe el tiempo
acelera, desaparece con remolinos rápidos
entre los guijarros, se apaga todo recuerdo; y yo
desde mi oscuro rincón me uno
a ese solar advenimiento.

No pensáis lo que entonces, como hoy,
os atraía el silencioso compañero
que un mediodía lejano os llevaba.
Sois mi presa, que me of recéis
una breve hora de temblor humano.
No querría perder siquiera un instante:
es esta mi parte, cualquier otra es vana.
Mi riqueza es esta agitación
que os traspasa y hacia arriba
os vuelve el rostro; este lento
giro de los ojos que ahora ya saben ver.

Así la certeza de un momento
es un ondear de toldos y de árboles
entre las casas; pero la sombra no abandona
y os reclama, opaca. Apareced
entonces, como yo, en el limbo escuálido
de las defectuosas existencias, y también vuestro
renacimiento será un secreto estéril,
un prodigio fallido como todos
los que florecen en torno.

Y la ola que se descubre más allá de las barras[4]
cuánto nos habla a veces de salvación;
cuán ágil puede surgir
la ilusión, y desprender sus humos.
Van en espiral sobre el mar, ahora se funden
sobre el horizonte a manera de goletas.
Inicia una de ellas un vuelo sin rumbo,
el agua de plomo como alción prófugo
roza. El sol se sumerge en las nubes,
la hora de fiebre, tiembla, se cierra.
Un glorioso anhelo sin estrépitos
nos golpea en la garganta: en el mediodía sofocante
aparece la barca de salvamento, está cerca:
vedla aquí agitarse entre las varadas[5],
larga uno de sus botes que vuelve
al dócil rompiente —y allá nos espera.

¡Ah crisálida, cuán amarga es esta
tortura sin nombre que nos gobierna
y nos lleva lejos —y después no quedan
siquiera nuestras huellas sobre el polvo;
y seguiremos adelante sin mover
una sola piedra de la gran muralla;
y quizá todo es invariable, todo está escrito,
y no veremos surgir por tanto
la libertad, el milagro,
el hecho que no era necesario!

En la onda y en el azul no hay estela.
Ha variado el aspecto de la orilla
antes recogida como un dulce regazo.
El silencio nos encierra con su orla
y los labios no se abren para decir
el pacto que yo quisiera
establecer con el destino: expiar
vuestra alegría con mi condena.

Es el deseo que nace aún en mi pecho,
luego acabará todo movimiento. Pienso entonces
en las tácitas ofertas que sostienen
las casas de los vivientes; en el corazón que abdica
para que ría un inconsciente niño;
en el limpio filo que corta, en la pira
muriente que se aviva
con una seca rama, y hierve temblorosa.


[4] más allá de las barras: Se refiere a las barras de arena que se forman en las aguas.

[5] entre las varadas: Las varadas (embarcaciones)



Riberas

Riberas,
bastan algunos tallos de espadaña
péndulos de un ribazo
sobre el delirio del mar;
o dos camelias pálidas
en los jardines desiertos,
y un rojizo eucalipto que se bañe
entre susurros y locos vuelos
en la luz;
y he aquí que en un instante
invisibles hilos a mí me apresan,
mariposa en tela de araña
temblores de olivo, miradas de girasoles.

Dulce cautividad, hoy, riberas
de quien se entrega casi
a revivir un antiguo juego
nunca olvidado.
Rememoro el acre filtro que ofrecisteis
al confuso adolescente, oh playas:
en las claras mañanas se fundían
dorsos de colinas y cielo; en la arena
de las orillas un amplio batir, uniforme
estremecerse de vidas
una fiebre del mundo; y cada cosa
en sí misma parecía consumarse.

Oh alboroto de aquel tiempo
como el hueso de sepia en las olas
desvanecerse poco a poco;
volverse
un árbol rugoso o una piedra
limada por la mar; fundirse
en los colores de los ocasos; desaparecer carne
para surgir naciente ebria de sol,
por el sol devorada...
                                    Eran éstos,
riberas, los votos del muchacho antiguo
que junto a una roída balaustrada
lentamente moría sonriendo.

Cuánto, mares, estas frías luces
hablan a quien afligido os huía.
Láminas de agua mostrando entre aberturas
frágiles ramajes; rocas oscuras
entre espuma; flechas de vencejos
vagabundos . . .
                        ¡Ah, podía
creeros un día oh tierras,
bellezas funerarias, áureas cornisas
en la agonía de cada ser.
                                        Hoy vuelvo
a vosotras más fuerte, o así lo creo, aunque el corazón
parece desatarse en recuerdos alegres—y atroces.

Triste alma cansada
y tú voluntad nueva que me llamas,
es tiempo quizá de uniros
en un tranquilo puerto de sabiduría.
Y aun llegará un día el convite
de voces de oro, de lisonjas audaces,
alma mía no más dividida. Piensa:
trocar en himno la elegía; rehacerse,
no desfallecer más.
                                Poder
igual que estas ramas
ayer secas y desnudas y hoy llenas
de estremecimientos y linfa,
sentir
mañana también nosotros entre los perfumes y los vientos
un refluir de sueños, un loco urgir
de voces hacia un fin; y en el sol
que os inviste, riberas,
reflorecer!



Poesia .us
Mapa del sitio | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar