Garcilaso de la Vega
(Teledo, 1501-Niza, 1536)


Garcilaso de la Vega nació en Toledo en 1501 y murió en Niza en 1536. Combatió con las tropas del emperador Carlos V, fue herido en Frejus y murió en Niza.


Églogas

1

AL VIRREY DE NÁPOLES

Personas: SALICIO, NEMOROSO

      El dulce lamentar de dos pastores,
Salicio juntamente y Nemoroso,
he de contar, sus quejas imitando;
cuyas ovejas al cantar sabroso
estaban muy atentas, los amores,                   5
(de pacer olvidadas) escuchando.
Tú, que ganaste obrando

un nombre en todo el mundo
y un grado sin segundo,
agora estés atento sólo y dado                   10
el ínclito gobierno del estado

Albano; agora vuelto a la otra parte,
resplandeciente, armado,
representando en tierra el fiero Marte;
      agora de cuidados enojosos                   15
y de negocios libre, por ventura
andes a caza, el monte fatigando
en ardiente jinete, que apresura
el curso tras los ciervos temerosos,
que en vano su morir van dilatando;                   20
espera, que en tornando
a ser restituido
al ocio ya perdido,
luego verás ejercitar mi pluma
por la infinita innumerable suma                   25
de tus virtudes y famosas obras,
antes que me consuma,
faltando a ti, que a todo el mondo sobras.

      En tanto que este tiempo que adivino
viene a sacarme de la deuda un día,                   30
que se debe a tu fama y a tu gloria
(que es deuda general, no sólo mía,
mas de cualquier ingenio peregrino
que celebra lo digno de memoria),
el árbol de victoria,                   35
que ciñe estrechamente
tu gloriosa frente,
dé lugar a la hiedra que se planta

debajo de tu sombra, y se levanta
poco a poco, arrimada a tus loores;                   40
y en cuanto esto se canta,
escucha tú el cantar de mis pastores.

      Saliendo de las ondas encendido,
rayaba de los montes al altura el sol, cuando Salicio, recostado                   45
al pie de un alta haya en la verdura,
por donde un agua clara con sonido
atravesaba el fresco y verde prado,
él, con canto acordado
al rumor que sonaba,                                     50
del agua que pasaba,
se quejaba tan dulce y blandamente
como si no estuviera de allí ausente
la que de su dolor culpa tenía;
y así, como presente,                                     55
razonando con ella, le decía:

Salicio:
      ¡Oh más dura que mármol a mis quejas,
y al encendido fuego en que me quemo
más helada que nieve, Galatea!,
estoy muriendo, y aún la vida temo;                   60
témola con razón, pues tú me dejas,
que no hay, sin ti, el vivir para qué sea.

Vergüenza he que me vea
ninguno en tal estado,
de ti desamparado,                                     65
y de mí mismo yo me corro agora.

¿De un alma te desdeñas ser señora,
donde siempre moraste, no pudiendo
de ella salir un hora?

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.                   70

      El sol tiende los rayos de su lumbre
por montes y por valles, despertando
las aves y animales y la gente:
cuál por el aire claro va volando,
cuál por el verde valle o alta cumbre                   75
paciendo va segura y libremente,
cuál con el sol presente
va de nuevo al oficio,
y al usado ejercicio
do su natura o menester le inclina,                   80
siempre está en llanto esta ánima mezquina,
cuando la sombra el mondo va cubriendo,
o la luz se avecina.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

      ¿Y tú, de esta mi vida ya olvidada,                   85
sin mostrar un pequeño sentimiento
de que por ti Salicio triste muera,
dejas llevar (¡desconocida!) al viento
el amor y la fe que ser guardada
eternamente sólo a mí debiera?                   90
¡Oh Dios!, ¿por qué siquiera,
(pues ves desde tu altura
esta falsa perjura
causar la muerte de un estrecho amigo)
no recibe del cielo algún castigo?                   95
Si en pago del amor yo estoy muriendo,
¿qué hará el enemigo?
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

      Por ti el silencio de la selva umbrosa,
por ti la esquividad y apartamiento                   100
del solitario monte me agradaba;
por ti la verde hierba, el fresco viento,
el blanco lirio y colorada rosa
y dulce primavera deseaba.
¡Ay, cuánto me engañaba!                   105
¡Ay, cuán diferente era
y cuán de otra manera
lo que en tu falso pecho se escondía!
Bien claro con su voz me lo decía
la siniestra corneja, repitiendo                   110
la desventura mía.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

      ¡Cuántas veces, durmiendo en la floresta,
(reputándolo yo por desvarío)
vi mi mal entre sueños, desdichado!                   115
Soñaba que en el tiempo del estío
llevaba, por pasar allí la sienta,
a beber en el Tajo mi ganado;
y después de llegado,
sin saber de cuál arte,                             120
por desusada parte
y por nuevo camino el agua se iba;
ardiendo yo con la calor estiva,
el curso enajenado iba siguiendo
del agua fugitiva.                                       125
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

      Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena?
Tus claros ojos ¿a quién los volviste?
¿Por quién tan sin respeto me trocaste?
Tu quebrantada fe ¿dó la pusiste?                   130
¿Cuál es el cuello que, como en cadena,
de tus hermosos brazos anudaste?
No hay corazón que baste,
aunque fuese de piedra,
viendo mi amada hiedra,                             135
de mí arrancada, en otro muro asida,
y mi parra en otro olmo entretejida,
que no se esté con llanto deshaciendo
hasta acabar la vida.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.                   140

      ¿Qué no se esperará de aquí adelante,
por difícil que sea y por incierto?
O ¿qué discordia no será juntada?,
y juntamente ¿qué tendrá por cierto,
o qué de hoy más no temerá el amante,                   145
siendo a todo materia por ti dada?
Cuando tú enajenada
de mi cuidado fuiste,
notable causa diste,
y ejemplo a todos cuantos cubre el cielo,                   150
que el más seguro tema con recelo
perder lo que estuviere poseyendo.
Salid fuera sin duelo,
salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

      Materia diste al mundo de esperanza                   155
de alcanzar lo imposible y no pensado,
y de hacer juntar lo diferente,
dando a quien diste el corazón malvado,
quitándolo de mí con tal mudanza
que siempre sonará de gente en gente.                   160
La cordera paciente
con el lobo hambriento
hará su ayuntamiento,
y con las simples aves sin ruido
harán las bravas sierpes ya su nido;                   165
que mayor diferencia comprendo
de ti al que has escogido.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

      Siempre de nueva leche en el verano
y en el invierno abundo; en mi majada                   170
la manteca y el queso está sobrado;
de mi cantar, pues, yo te vi agradada
tanto que no pudiera el mantuano
Títiro ser de ti más alabado.
No soy, pues, bien mirado,                   175
tan disforme ni feo;
que aún agora me veo
en esta agua que corre clara y pura,
y cierto no trocara mi figura
con ese que de mí se está riendo;                   180
¡trocara mi ventura!
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

      ¿Cómo te vine en tanto menosprecio?
¿Cómo te fui tan presto aborrecible?
¿Cómo te faltó en mí el conocimiento?                               185
Si no tuvieras condición terrible,
siempre fuera tenido de ti en precio,
y no viera de ti este apartamiento.
¿No sabes que sin cuento
buscan en el estío                                       190
mis ovejas el frío
de la sierra de Cuenca, y el gobierno
del abrigado Estremo en el invierno?
Mas ¡qué vale el tener, si derritiendo
me estoy en llanto eterno!                               195
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

      Con mi llorar las piedras enternecen
su natural dureza y la quebrantan;
los árboles parece que se inclinan:
las aves que me escuchan, cuando cantan,                   200
con diferente voz se condolecen,
y mi morir cantando me adivinan.
Las fieras, que reclinan
su cuerpo fatigado,
dejan el sosegado                                       205
sueño por escuchar mi llanto triste.
Tú sola contra mí te endureciste,
los ojos aún siquiera no volviendo
a lo que tú hiciste.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.                               210

Mas ya que a socorrerme aquí no vienes,
no dejes el lugar que tanto amaste,
que bien podrás venir de mí segura;
yo dejaré el lugar do me dejaste;
ven, si por sólo esto te detienes;                               215
ves aquí un prado lleno de verdura,
ves aquí una espesura,
ves aquí una agua clara,
en otro tiempo cara,
a quien de ti con lágrimas me quejo.                               220
Quizá aquí hallarás (pues yo me alejo)
al que todo mi bien quitarme puede;
que pues el bien le dejo,
no es mucho que el lugar también le quede.

      Aquí dio fin a su cantar Salicio,                   225
y suspirando en el postrero acento,
soltó de llanto una profunda vena.
Queriendo el monte al grave sentimiento
de aquel dolor en algo ser propicio,
con la pesada voz retumba y suena.                   230
La blanca Filomena,
casi como dolida
y a compasión movida,
dulcemente responde al son lloroso.
Lo que cantó tras esto Nemoroso                   235
decidlo vos Piérides, que tanto
no puedo yo, ni oso,
que siento enflaquecer mi débil canto.

Nemoroso:
      Corrientes aguas, puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas,                   240
verde prado, de fresca sombra lleno,
aves que aquí sembráis vuestras querellas,
hiedra que por los árboles caminas,
torciendo el paso por su verde seno:
yo me vi tan ajeno                                                 245
del grave mal que siento,
que de puro contento
con vuestra soledad me recreaba,
donde con dulce sueño reposaba,
o con el pensamiento discurría                   250
por donde no hallaba
sino memorias llenas de alegría.

      Y en este mismo valle, donde agora
me entristezco y me canso, en el reposo
estuve ya contento y descansado.                                         255
¡Oh bien caduco, vano y presuroso!
Acuérdome, durmiendo aquí alguna hora,
que despertando, a Elisa vi a mi lado.
¡Oh miserable hado!
¡Oh tela delicada,                                       260
antes de tiempo dada
a los agudos filos de la muerte!
Más convenible fuera aquesta suerte
a los cansados años de mi vida,
que es más que el hierro fuerte,                   265
pues no la ha quebrantado tu partida.

      ¿Dó están agora aquellos claros ojos
que llevaban tras sí, como colgada,
mi ánima doquier que ellos se volvían?
¿Dó está la blanca mano delicada,                   270
llena de vencimientos y despojos
que de mí mis sentidos le ofrecían?
Los cabellos que vían
con gran desprecio al oro,
como a menor tesoro,                   275
¿adónde están?
¿Adónde el blando pecho?
¿Dó la columna que el dorado techo
con presunción graciosa sostenía?
Aquesto todo agora ya se encierra,
por desventura mía,                                       280
en la fría, desierta y dura tierra.

      ¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,
cuando en aqueste valle al fresco viento
andábamos cogiendo tiernas flores,
que había de ver con largo apartamiento                   285
venir el triste y solitario día
que diese amargo fin a mis amores?
El cielo en mis dolores
cargó la mano tanto,
que a sempiterno llanto                                       290
y a triste soledad me ha condenado;
y lo que siento más es verme atado
a la pesada vida y enojosa,
solo, desamparado,
ciego, sin lumbre, en cárcel tenebrosa.                   295

      Después que nos dejaste, nunca pace
en hartura el ganado ya, ni acude
el campo al labrador con mano llena.
No hay bien que en mal no se convierta y mude:
la mala hierba al trigo ahoga, y nace                   300
en lugar suyo la infelice avena;
la tierra, que de buena
gana nos producía
flores con que solía
quitar en sólo vellas mil enojos,                   305
produce agora en cambio estos abrojos,
ya de rigor de espinas intratable;
yo hago con mis ojos
crecer, llorando, el fruto miserable.

      Como al partir del sol la sombra crece,                   310
y en cayendo su rayo se levanta
la negra escuridad que el mundo cubre,
de do viene el temor que nos espanta,
y la medrosa forma en que se ofrece
aquello que la noche nos encubre,                   315
hasta que el sol descubre
su luz pura y hermosa:
tal es la tenebrosa
noche de tu partir, en que he quedado
de sombra y de temor atormentado,                   320
hasta que muerte el tiempo determine
que a ver el deseado
sol de tu clara vista me encamine.

      Cual suele el ruiseñor con triste canto
quejarse, entre las hojas escondido,                   325
del duro labrador, que cautamente
le despojó su caro y dulce nido
de los tiernos hijuelos, entre tanto
que del amado ramo estaba ausente,
y aquel dolor que siente                                       330
con diferencia tanta
por la dulce garganta
despide, y a su canto el aire suena,
y la callada noche no refrena
su lamentable oficio y sus querellas,                   335
trayendo de su pena
al cielo por testigo y las estrellas;

      desta manera suelto yo la rienda
a mi dolor, y así me quejo en vano
de la dureza de la muerte airada.                   340
Ella en mi corazón metió la mano,
y de allí me llevó mi dulce prenda,
que aquél era su nido y su morada.
¡Ay muerte arrebatada!
Por ti me estoy quejando                   345
al cielo y enojando
con importuno llanto al mundo todo:
tan desigual dolor no sufre modo.
No me podrán quitar el dolorido
sentir, si ya del todo                                       350
primero no me quitan el sentido.

      Una parte guardé de tus cabellos,
Elisa, envueltos en un blanco paño,
que nunca de mi seno se me apartan;
descójolos, y de un dolor tamaño                   355
enternecerme siento, que sobre ellos
nunca mis ojos de llorar se hartan.

Sin que de allí se partan,
con sospiros calientes,
más que la llama ardientes,                                       360
los enjugo del llanto, y de consuno
casi los paso y cuento uno a uno;
juntándolos, con un cordón los ato.
Tras esto el importuno
dolor me deja descansar un rato.                   365
      Mas luego a la memoria se me ofrece
aquella noche tenebrosa, escura,
que siempre aflige esta ánima mezquina
con la memoria de mi desventura
Verte presente agora me parece                   370
en aquel duro trance de Lucina,
y aquella voz divina,
con cuyo son y acentos
a los airados vientos
pudieras amansar, que agora es muda.                   375
Me parece que oigo que a la cruda,
inexorable diosa demandabas
en aquel paso ayuda;
y tú, rústica diosa, ¿dónde estabas?

      ¿Ibate tanto en perseguir las fieras?                   380
¿Ibate tanto en un pastor dormido?
¿Cosa pudo bastar a tal crüeza,
que, conmovida a compasión, oído
a los votos y lágrimas no dieras,
por no ver hecha tierra tal belleza,                   385
o no ver la tristeza
en que tu Nemoroso
queda, que su reposo
era seguir tu oficio, persiguiendo
las fieras por los monte, y ofreciendo                   390
a tus sagradas aras los despojos?
¿Y tú, ingrata, riendo
dejas morir mi bien ante los ojos?

      Divina Elisa, pues agora el cielo
con inmortales pies pisas y mides,                   395
y su mudanza ves, estando queda,
¿por qué de mí te olvidas y no pides
que se apresure el tiempo en que este velo
rompa del cuerpo, y verme libre pueda,
y en la tercera rueda,                                                 400
contigo mano a mano,
busquemos otro llano,
busquemos otros montes y otros ríos,
otros valles floridos y sombríos,
do descansar y siempre pueda verte                   405
ante los ojos míos,
sin miedo y sobresalto de perderte?

                              ------

      Nunca pusieran fin al triste lloro
los pastores, ni fueran acabadas
las canciones que sólo el monte oía,                   410
si mirando las nubes coloradas,
al tramontar del sol bordadas de oro,
no vieran que era ya pasado el día,
la sombra se veía
venir corriendo apriesa                   415
ya por la falda espesa
del altísimo monte, y recordando
ambos como de sueño, y acabando
el fugitivo sol, de luz escaso,
su ganado llevando,                                       420
se fueran recogiendo paso a paso.




2

Personas: ALBANIO, CAMILA; SALICIO, NEMOROSO

ALBANIO:
     En medio del invierno está templada
el agua dulce desta clara fuente,
y en el verano más que nieve helada.
     ¡Oh claras ondas, cómo veo presente,
en viéndoos, la memoria d’aquel día
de que el alma temblar y arder se siente!
     En vuestra claridad vi mi alegría
escurecerse toda y enturbiarse;
cuando os cobré, perdí mi compañía.
     ¿A quién pudiera igual tormento darse,
que con lo que descansa otro afligido
venga mi corazón a atormentarse?
     El dulce murmurar deste rüido,
el mover de los árboles al viento,
el suave olor del prado florecido
     podrian tornar d’enfermo y descontento
cualquier pastor del mundo alegre y sano;
yo solo en tanto bien morir me siento.
     ¡Oh hermosura sobre’l ser humano,
oh claros ojos, oh cabellos d’oro,
oh cuello de marfil, oh blanca mano!,
     ¿cómo puede ora ser qu’en triste lloro
se convertiese tan alegre vida
y en tal pobreza todo mi tesoro?
     Quiero mudar lugar y a la partida
quizá me dejará parte del daño
que tiene el alma casi consumida.
     ¡Cuán vano imaginar, cuán claro engaño
es darme yo a entender que con partirme,
de mí s’ha de partir un mal tamaño!
     ¡Ay miembros fatigados, y cuán firme
es el dolor que os cansa y enflaquece!
¡Oh, si pudiese un rato aquí adormirme!
     Al que, velando, el bien nunca s’ofrece,
quizá qu’el sueño le dará, dormiendo,
algún placer que presto desparece;
en tus manos ¡oh sueño! m’encomiendo.

SALICIO:
            ¡Cuán bienaventurado
        aquél puede llamarse
que con la dulce soledad s’abraza,
        y vive descuidado
        y lejos d’empacharse
en lo que al alma impide y embaraza!
        No ve la llena plaza
        ni la soberbia puerta
        de los grandes señores,
        ni los aduladores
a quien la hambre del favor despierta;
        no le será forzoso
rogar, fingir, temer y estar quejoso.

            A la sombra holgando
        d’un alto pino o robre
o d’alguna robusta y verde encina,
        el ganado contando
        de su manada pobre
que en la verde selva s’avecina,
        plata cendrada y fina
        y oro luciente y puro
        bajo y vil le parece,
        y tanto lo aborrece
que aun no piensa que dello está seguro,
        y como está en su seso,
rehuye la cerviz del grave peso.

            Convida a un dulce sueño
        aquel manso rüido
del agua que la clara fuente envía,
        y las aves sin dueño,
        con canto no aprendido,
hinchen el aire de dulce armonía.
        Háceles compañía,
        a la sombra volando
        y entre varios olores
        gustando tiernas flores,
la solícita abeja susurrando;
        los árboles, el viento
al sueño ayudan con su movimiento,

     ¿Quién duerme aquí? ¿Dó está que no le veo?
¡Oh, hele allí! ¡Dichoso tú, que aflojas
la cuerda al pensamiento o al deseo!
     ¡Oh natura, cuán pocas obras cojas
en el mundo son hechas por tu mano,
creciendo el bien, menguando las congojas!
     El sueño diste al corazón humano
para que, al despertar, más s’alegrase
del estado gozoso, alegre o sano,
     que como si de nuevo le hallase,
hace aquel intervalo que ha passado
qu’el nuevo gusto nunca al fin se pase;
     y al que de pensamiento fatigado
el sueño baña con licor piadoso,
curando el corazón despedazado,
     aquel breve descanso, aquel reposo
basta para cobrar de nuevo aliento
con que se pase el curso trabajoso.
     Llegarme quiero cerca con buen tiento
y ver, si de mí fuere conocido,
si es del número triste o del contento.
     Albanio es este que ’stá ’quí dormido,
o yo conosco mal; Albanio es, cierto.
Duerme, garzón cansado y afligido.
     ¡Por cuán mejor librado tengo un muerto,
que acaba’l curso de la vida humana
y es conducido a más seguro puerto,
     qu’el que, viviendo acá, de vida ufana
y d’estado gozoso, noble y alto
es derrocado de fortuna insana!
     Dicen qu’este mancebo dio un gran salto,
que d’amorosos bienes fue abundante,
y agora es pobre, miserable y falto;
     no sé la historia bien, mas quien delante
se halló al duelo me contó algún poco
del grave caso deste pobre amante.

ALBANIO:
     ¿Es esto sueño, o ciertamente toco
la blanca mano? ¡Ah, sueño, estás burlando!
Yo estábate creyendo como loco.
     ¡Oh cuitado de mi! Tú vas volando
con prestas alas por la ebúrnea puerta;
yo quédome tendido aquí llorando.
     ¿No basta el grave mal en que despierta
el alma vive, o por mejor decillo,
está muriendo d’una vida incierta?

SALICIO
     Albanio, deja el llanto, qu’en oíllo
me aflijo.

ALBANIO:
          ¿Quién presente ’stá a mi duelo?

SALICIO:
Aquí está quien t’ayudará a sentillo.

ALBANIO
     ¿Aquí estás tú, Salicio? Gran consuelo
me fuera en cualquier mal tu compañía,
mas tengo en esto por contrario el cielo.

SALICIO
     Parte de tu trabajo ya m’había
contado Galafrón, que fue presente
en aqueste lugar el mismo día,
     mas no supo decir del acidente
la causa principal, bien que pensaba
que era mal que decir no se consiente;
     y a la sazón en la ciudad yo estaba,
como tú sabes bien, aparejando
aquel largo camino que’speraba,
     y esto que digo me contaron cuando
torné a volver; mas yo te ruego ahora,
si esto no es enojoso que demando,
     que particularmente el punto y hora,
la causa, el daño cuentes y el proceso,
que’l mal, comunicándose, mejora.

ALBANIO
     Con un amigo tal, verdad es eso
cuando el mal sufre cura, mi Salicio,
mas éste ha penetrado hasta el hueso.
     Verdad es que la vida y ejercicio
común y el amistad que a ti me ayunta
mandan que complacerte sea mi oficio;
     mas ¿qué haré?, qu’el alma ya barrunta
que quiero renovar en la memoria
la herida mortal d’aguda punta,
     y póneme delante aquella gloria
pasada y la presente desventura
para espantarme de la horrible historia.
     Por otra parte, pienso qu’es cordura
renovar tanto el mal que m’atormenta
que a morir venga de tristeza pura,
     y por esto, Salicio, entera cuenta
te daré de mi mal como pudiere,
aunque el alma rehuya y no consienta.
     Quise bien, y querré mientras rigere
aquestos miembros el espirtu mío,
aquélla por quien muero, si muriere.
     En este amor no entré por desvarío,
ni lo traté, como otros, con engaños,
ni fue por elección de mi albedrío:
     desde mis tiernos y primeros años
a aquella parte m’enclinó mi estrella
y aquel fiero destino de mis daños.
     Tú conociste bien una doncella
de mi sangre y agüelos decendida,
más que la misma hermosura bella;
     en su verde niñez siendo ofrecida
por montes y por selvas a Diana,
ejercitaba allí su edad florida.
     Yo, que desde la noche a la mañana
y del un sol al otro sin cansarme
seguía la caza con estudio y gana,
     por deudo y ejercicio a conformarme
vine con ella en tal domestiqueza
que della un punto no sabia apartarme;
     iba de un hora en otra la estrecheza
haciéndose mayor, acompañada
de un amor sano y lleno de pureza.
     ¿Qué montaña dejó de ser pisada
de nuestros pies? ¿Qué bosque o selva umbrosa
no fue de nuestra caza fatigada?
     Siempre con mano larga y abundosa,
con parte de la caza visitando
el sacro altar de nuestra santa diosa,
     la colmilluda testa ora llevando
del puerco jabalí, cerdoso y fiero,
del peligro pasado razonando,
     ora clavando del ciervo ligero
en algún sacro pino los ganchosos
cuernos, con puro corazón sincero,
     tornábamos contentos y gozosos,
y al disponer de lo que nos quedaba,
jamás me acuerdo de quedar quejosos.
     Cualquiera caza a entrambos agradaba,
pero la de las simples avecillas
menos trabajo y más placer nos daba.
     En mostrando el aurora sus mejillas
de rosa y sus cabellos d’oro fino,
humedeciendo ya las florecillas,
     nosotros, yendo fuera de camino,
buscábamos un valle, el más secreto
y de conversación menos vecino.
     Aquí, con una red de muy perfeto
verde teñida, aquel valle atajábamos
muy sin rumor, con paso muy quïeto;
     de dos árboles altos la colgábamos,
y habiéndonos un poco lejos ido,
hacia la red armada nos tornábamos,
     y por lo más espeso y escondido
los árboles y matas sacudiendo,
turbábamos el valle con rüido.
     Zorzales, tordos, mirlas, que temiendo,
delante de nosotros espantados,
del peligro menor iban huyendo,
     daban en el mayor, desatinados,
quedando en la sotil red engañosa
confusamente todos enredados.
     Y entonces era vellos una cosa
estraña y agradable, dando gritos
y con voz lamentándose quejosa;
     algunos dellos, que eran infinitos,
su libertad buscaban revolando;
otros estaban míseros y aflitos.
     Al fin, las cuerdas de la red tirando,
llevábamosla juntos casi llena,
la caza a cuestas y la red cargando.
     Cuando el húmido otoño ya refrena
del seco estío el gran calor ardiente
y va faltando sombra a Filomena,
     con otra caza, d’ésta diferente
aunque también de vida ocioso y blanda,
pasábamos el tiempo alegremente.
     Entonces siempre, como sabes, anda
d’estorninos volando a cada parte,
acá y allá, la espesa y negra banda;
     y cierto aquesto es cosa de contarte,
cómo con los que andaban por el viento
usábamos también astucia y arte.
     Uno vivo, primero, d’aquel cuento
tomábamos, y en esto sin fatiga
era cumplido luego nuestro intento;
     al pie del cual un hilo untado en liga
atando, le soltábamos al punto
que via volar aquella banda amiga;
     apenas era suelto cuando junto
estaba con los otros y mesclado,
secutando el efeto de su asunto:
     a cuantos era el hilo enmarañado
por alas o por pies o por cabeza,
todos venian al suelo mal su grado.
     Andaban forcejando una gran pieza,
a su pesar y a mucho placer nuestro,
que así d’un mal ajeno bien s’empieza.
     Acuérdaseme agora qu’el siniestro
canto de la corneja y el agüero
para escaparse no le fue maestro.
     Cuando una dellas, como es muy ligero,
a nuestras manos viva nos venía,
era prisión de más d’un prisionero;
     la cual a un llano grande yo traía
adó muchas cornejas andar juntas,
o por el suelo o por el aire, vía;
     clavándola en la tierra por las puntas
estremas de las alas, sin rompellas,
seguiase lo que apenas tú barruntas.
     Parecia que mirando las estrellas,
clavada boca arriba en aquel suelo,
estaba a contemplar el curso dellas;
     d’allí nos alejábamos, y el cielo
rompia con gritos ella y convocaba
de las cornejas el superno vuelo;
     en un solo momento s’ajuntaba
una gran muchedumbre presurosa
a socorrer la que en el suelo estaba.
     Cercábanla, y alguna, más piadosa
del mal ajeno de la compañera
que del suyo avisada o temerosa,
     llegábase muy cerca, y la primera
qu’esto hacia pagaba su inocencia
con prisión o con muerte lastimera:
     con tal fuerza la presa, y tal violencia,
s’engarrafaba de la que venía
que no se dispidiera sin licencia.
     Ya puedes ver cuán gran placer sería
ver, d’una por soltarse y desasirse,
d’otra por socorrerse, la porfía;
     al fin la fiera lucha a despartirse
venia por nuestra mano, y la cuitada
del bien hecho empezaba a arrepentirse.
     ¿Qué me dirás si con su mano alzada,
haciendo la noturna centinela,
la grulla de nosotros fue engañada?
     No aprovechaba al ánsar la cautela
ni ser siempre sagaz discubridora
de noturnos engaños con su vela,
     ni al blanco cisne qu’en las aguas mora
por no morir como Faetón en fuego,
del cual el triste caso canta y llora.
     Y tú, perdiz cuitada, ¿piensas luego
que en huyendo del techo estás segura?
En el campo turbamos tu sosiego.
     A ningún ave o animal natura
dotó de tanta astucia que no fuese
vencido al fin de nuestra astucia pura.
     Si por menudo de contar t’hobiese
d’aquesta vida cada partecilla,
temo que antes del fin anocheciese;
     basta saber que aquesta tan sencilla
y tan pura amistad quiso mi hado
en diferente especie convertilla,
     en un amor tan fuerte y tan sobrado
y en un desasosiego no creíble
tal que no me conosco de trocado.
     El placer de miralla con terrible
y fiero desear sentí mesclarse,
que siempre me llevaba a lo imposible;
     la pena de su ausencia vi mudarse,
no en pena, no en congoja, en cruda muerte
y en un infierno el alma atormentarse.
     A aqueste ’stado, en fin, mi dura suerte
me trujo poco a poco, y no pensara
que contra mí pudiera ser más fuerte
     si con mi grave daño no probara
que en comparación d’ésta, aquella vida
cualquiera por descanso la juzgara.
     Ser debe aquesta historia aborrecida
de tus orejas, ya que así atormenta
mi lengua y mi memoria entristecida;
     decir ya más no es bien que se consienta.
Junto todo mi bien perdí en un hora,
y ésta es la suma, en fin, d’aquesta cuenta.

SALICIO:
Albanio, si tu mal comunicaras
con otro que pensaras   que tu pena
juzgaba como ajena,   o qu’este fuego
nunca probó ni el juego   peligroso
de que tú estás quejoso,   yo confieso
que fuera bueno aqueso   que ora haces;
mas si tú me deshaces   con tus quejas,
¿por qué agora me dejas   como a estraño,
sin dar daqueste daño   fin al cuento?
¿Piensas que tu tormento   como nuevo
escucho, y que no pruebo   por mi suerte
aquesta viva muerte   en las entrañas?
Si ni con todas mañas   o esperiencia
esta grave dolencia   se deshecha,
al menos aprovecha,   yo te digo,
para que de un amigo   que adolesca
otro se condolesca,   que ha llegado
de bien acuchillado   a ser maestro.
Así que, pues te muestro   abiertamente
que no estoy inocente   destos males,
que aun traigo las señales   de las llagas,
no es bien que tú te hagas   tan esquivo,
que mientras estás vivo,   ser podría
que por alguna vía   t’avisase,
o contigo llorase,   que no es malo
tener al pie del palo   quien se duela
del mal, y sin cautela   t’aconseje.

ALBANIO:
Tú quieres que forceje   y que contraste
con quien al fin no baste   a derrocalle.
Amor quiere que calle;   yo no puedo
mover el paso un dedo   sin gran mengua;
él tiene de mi lengua   el movimiento,
así que no me siento   ser bastante.

SALICIO:
¿Qué te pone delante   que t’empida
el descubrir tu vida   al que aliviarte
del mal alguna parte   cierto espera?

ALBANIO:

Amor quiere que muera   sin reparo,
y conociendo claro   que bastaba
lo que yo descansaba   en este llanto
contigo a que entretanto   m’aliviase
y aquel tiempo probase   a sostenerme,
por más presto perderme,   como injusto,
me ha ya quitado el gusto   que tenía
de echar la pena mía   por la boca,
así que ya no toca   nada dello
a ti querer sabello,   ni contallo
a quien solo pasallo   le conviene,
y muerte sola por alivio tiene.

SALICIO:
     ¿Quién es contra su ser tan inhumano
que al enimigo entrega su despojo
y pone su poder en otra mano?
     ¿Cómo, y no tienes algún hora enojo
de ver que amor tu misma lengua ataje
o la desate por su solo antojo?

ALBANIO:
     Salicio amigo, cese este lenguaje;
cierra tu boca y más aquí no la abras;
yo siento mi dolor, y tú mi ultraje.
     ¿Para qué son maníficas palabras?
¿Quién te hizo filósofo elocuente,
siendo pastor d’ovejas y de cabras?
     ¡Oh cuitado de mí, cuán fácilmente,
con espedida lengua y rigurosa,
el sano da consejos al doliente!

SALICIO:
     No te aconsejo yo ni digo cosa
para que debas tú por ella darme
respuesta tan aceda y tan odiosa;
     ruégote que tu mal quieras contarme
porque d’él pueda tanto entristecerme
cuanto suelo del bien tuyo alegrarme.

ALBANIO:
     Pues ya de ti no puedo defenderme,
yo tornaré a mi cuento cuando hayas
prometido una gracia concederme,
     y es que en oyendo el fin, luego te vayas
y me dejes llorar mi desventura
entr’estos pinos solo y estas hayas.

SALICIO:
     Aunque pedir tú eso no es cordura,
yo seré dulce más que sano amigo
y daré buen lugar a tu tristura.

ALBANIO:
     Ora, Salicio, escucha lo que digo,
y vos, ¡oh ninfas deste bosque umbroso!,
adoquiera que estáis, estad comigo.
     Ya te conté el estado tan dichoso
adó me puso amor, si en él yo firme
pudiera sostenerme con reposo;
     mas como de callar y d’encubrirme
d’aquélla por quien vivo m’encendía
llegué ya casi al punto de morirme,
     mil veces ella preguntó qué había
y me rogó que el mal le descubriese
que mi rostro y color le descubría;
     mas no acabó, con cuanto me dijiese,
que de mí a su pregunta otra respuesta
que un sospiro con lágrimas hubiese.
     Aconteció que en un’ ardiente siesta,
viniendo de la caza fatigados
en el mejor lugar desta floresta,
     qu’es éste donde ’stamos asentados,
a la sombra d’un árbol aflojamos
las cuerdas a los arcos trabajados;
     en aquel prado allí nos reclinamos,
y del Céfiro fresco recogiendo
el agradable espirtu, respiramos.
     Las flores, a los ojos ofreciendo
diversidad estraña de pintura,
diversamente así estaban oliendo;
     y en medio aquesta fuente clara y pura,
que como de cristal resplandecía,
mostrando abiertamente su hondura,
     el arena, que d’oro parecía,
de blancas pedrezuelas varïada,
por do manaba el agua, se bullía.
     En derredor, ni sola una pisada
de fiera o de pastor o de ganado
a la sazón estaba señalada.
     Después que con el agua resfrïado
hubimos el calor y juntamente
la sed de todo punto mitigado,
     ella, que con cuidado diligente
a conocer mi mal tenia el intento
y a escodriñar el ánimo doliente,
     con nuevo ruego y firme juramento
me conjuró y rogó que le contase
la causa de mi grave pensamiento,
     y si era amor, que no me recelase
de hacelle mi caso manifesto
y demostralle aquella que yo amase;
     que me juraba que también en esto
el verdadero amor que me tenía
con pura voluntad estaba presto.
     Yo, que tanto callar ya no podía
y claro descubrir menos osara
lo que en el alma triste se sentía,
     le dije que en aquella fuente clara
veria d’aquella que yo tanto amaba
abiertamente la hermosa cara;
     ella, que ver aquésta deseaba,
con menos diligencia discurriendo
d’aquélla con qu’el paso apresuraba,
     a la pura fontana fue corriendo,
y en viendo el agua, toda fue alterada,
en ella su figura sola viendo;
     y no de otra manera arrebatada
del agua rehuyó que si estuviera
de la rabiosa enfermedad tocada,
     y sin mirarme, desdeñosa y fiera,
no sé qué allá entre dientes murmurando,
me dejó aquí, y aquí quiere que muera.
     Quedé yo triste y solo allí, culpando
mi temerario osar, mi desvarío,
la pérdida del bien considerando;
     creció de tal manera el dolor mío
y de mi loco error el desconsuelo
que hice de mis lágrimas un río.
     Fijos los ojos en el alto cielo,
estuve boca arriba una gran pieza
tendido, sin mudarme en este suelo;
     y como d’un dolor otro s’empieza,
el largo llanto, el desvanecimiento,
el vano imaginar de la cabeza,
     de mi gran culpa aquel remordimiento,
verme del todo, al fin, sin esperanza
me trastornaron casi el sentimiento.
    .Cómo deste lugar hice mudanza
no sé, ni quién d’aquí me condujiese
al triste albergue y a mi pobre estanza;
     sé que tornando en mí, como estuviese
sin comer y dormir bien cuatro días
y sin que el cuerpo de un lugar moviese,
     las ya desmamparadas vacas mías
por otro tanto tiempo no gustaron
las verdes hierbas ni las aguas frías;
     los pequeños hijuelos, que hallaron
las tetas secas ya de las hambrientas
madres, bramando al cielo se quejaron;
     las selvas, a su voz también atentas,
bramando pareció que respondían,
condolidas del daño y descontentas.
     Aquestas cosas nada me movían;
antes, con mi llorar, hacia espantados
todos cuantos a verme allí venían.
     Vinieron los pastores de ganados,
vinieron de los sotos los vaqueros
para ser de mi mal de mí informados;
     y todos con los gestos lastimeros
me preguntaban cuáles habian sido
los acidentes de mi mal primeros;
     a los cuales, en tierra yo tendido,
ninguna otra respuesta dar sabía,
rompiendo con sollozos mi gemido,
     sino de rato en rato les decía:
"Vosotros, los de Tajo, en su ribera
cantaréis la mi muerte cada día;
     este descanso llevaré, aunque muera,
que cada día cantaréis mi muerte,
vosotros, los de Tajo, en su ribera".
     La quinta noche, en fin, mi cruda suerte,
queriéndome llevar do se rompiese
aquesta tela de la vida fuerte,
     hizo que de mi choza me saliese
por el silencio de la noche ’scura
a buscar un lugar donde muriese,
     y caminando por do mi ventura
y mis enfermos pies me condujeron,
llegué a un barranco de muy gran altura;
     luego mis ojos le reconocieron,
que pende sobre’l agua, y su cimiento
las ondas poco a poco le comieron.
     Al pie d’un olmo hice allí mi asiento,
y acuérdome que ya con ella estuve
pasando allí la siesta al fresco viento;
     en aquesta memoria me detuve
como si aquésta fuera medicina
de mi furor y cuanto mal sostuve.
     Denunciaba el aurora ya vecina
la venida del sol resplandeciente,
a quien la tierra, a quien la mar s’enclina;
     entonces, como cuando el cisne siente
el ansia postrimera que l’aqueja
y tienta el cuerpo mísero y doliente,
con triste y lamentable son se queja
y se despide con funesto canto
del espirtu vital que d’él s’aleja:
     así aquejado yo de dolor tanto
que el alma abandonaba ya la humana
carne, solté la rienda al triste llanto:
     "¡Oh fiera", dije, "más que tigre hircana
y más sorda a mis quejas qu’el rüido
embravecido de la mar insana,
     heme entregado, heme aquí rendido,
he aquí que vences; toma los despojos
de un cuerpo miserable y afligido!
     Yo porné fin del todo a mis enojos;
ya no te ofenderá mi rostro triste,
mi temerosa voz y húmidos ojos;
     quizá tú, qu’en mi vida no moviste
el paso a consolarme en tal estado
ni tu dureza cruda enterneciste,
     viendo mi cuerpo aquí desamparado,
vernás a arrepentirte y lastimarte,
mas tu socorro tarde habrá llegado.
     ¿Cómo pudiste tan presto olvidarte
d’aquel tan luengo amor, y de sus ciegos
ñudos en sola un hora desligarte?
     ¿No se te acuerda de los dulces juegos
ya de nuestra niñez, que fueron leña
destos dañosos y encendidos fuegos,
     cuando la encina desta espesa breña
de sus bellotas dulces despojaba,
que íbamos a comer sobr’esta peña?
     ¿Quién las castañas tiernas derrocaba
del árbol, al subir dificultoso?
¿Quién en su limpia falda las llevaba?
     ¿Cuándo en valle florido, espeso, umbroso
metí jamás el pie que d’él no fuese
cargado a ti de flores y oloroso?
     Jurábasme, si ausente yo estuviese,
que ni el agua sabor ni olor la rosa
ni el prado hierba para ti tuviese.
     ¿A quién me quejo?, que no escucha cosa
de cuantas digo quien debria escucharme.
Eco sola me muestra ser piadosa;
     respondiéndome, prueba conhortarme
como quien probó mal tan importuno,
mas no quiere mostrarse y consolarme.
     ¡Oh dioses, si allá juntos de consuno,
de los amantes el cuidado os toca;
o tú solo, si toca a solo uno!,
     recebid las palabras que la boca
echa con la doliente ánima fuera,
antes qu’el cuerpo torne en tierra poca.
     ¡Oh náyades, d’aquesta mi ribera
corriente moradoras; oh napeas,
guarda del verde bosque verdadera!,
     alce una de vosotras, blancas deas,
del agua su cabeza rubia un poco,
así, ninfa, jamás en tal te veas;
     podré decir que con mis quejas toco
las divinas orejas, no pudiendo
las humanas tocar, cuerdo ni loco.
     ¡Oh hermosas oreadas que, teniendo
el gobierno de selvas y montañas,
a caza andáis, por ellas discurriendo!,
     dejad de perseguir las alimañas,
venid a ver un hombre perseguido,
a quien no valen fuerzas ya ni mañas.
     ¡Oh dríadas, d’amor hermoso nido,
dulces y graciosísimas doncellas
que a la tarde salís de lo ascondido,
     con los cabellos rubios que las bellas
espaldas dejan d’oro cubijadas!,
parad mientes un rato a mis querellas,
     y si con mi ventura conjuradas
no estáis, haced que sean las ocasiones
de mi muerte aquí siempre celebradas.
     ¡Oh lobos, oh osos, que por los rincones
destas fieras cavernas ascondidos
estáis oyendo agora mis razones!,
     quedaos a Dios, que ya vuestros oídos
de mi zampoña fueron halagados
y alguna vez d’amor enternecidos.
     Adiós, montañas; adiós, verdes prados;
adiós, corrientes ríos espumosos:
vivid sin mí con siglos prolongados,
     y mientras en el curso presurosos
iréis al mar a dalle su tributo,
corriendo por los valles pedregosos,
     haced que aquí se muestre triste luto
por quien, viviendo alegre, os alegraba
con agradable son y viso enjuto,
     por quien aquí sus vacas abrevaba,
por quien, ramos de lauro entretejendo,
aquí sus fuertes toros coronaba".
     Estas palabras tales en diciendo,
en pie m’alcé por dar ya fin al duro
dolor que en vida estaba padeciendo,
     y por el paso en que me ves te juro
que ya me iba a arrojar de do te cuento,
con paso largo y corazón seguro,
     cuando una fuerza súbita de viento
vino con tal furor que d’una sierra
pudiera remover el firme asiento.
     De espaldas, como atónito, en la tierra
desde ha gran rato me hallé tendido,
que así se halla siempre aquel que yerra.
     Con más sano discurso en mi sentido
comencé de culpar el presupuesto
y temerario error que había seguido
     en querer dar, con triste muerte, al resto
d’aquesta breve vida fin amargo,
no siendo por los hados aun dispuesto.
     D’allí me fui con corazón más largo
para esperar la muerte cuando venga
a relevarme deste grave cargo.
     Bien has ya visto cuánto me convenga,
que pues buscalla a mí no se consiente,
ella en buscarme a mí no se detenga.
     Contado t’he la causa, el acidente,
el daño y el proceso todo entero;
cúmpleme tu promesa prestamente,
     y si mi amigo cierto y verdadero
eres, como yo pienso, vete agora;
no estorbes con dolor acerbo y fiero
al afligido y triste cuando llora.

SALICIO:
            Tratara de una parte
        que agora sólo siento,
si no pensaras que era dar consuelo:
        quisiera preguntarte
        cómo tu pensamiento
se derribó tan presto en ese suelo,
        o se cobrió de un velo,
        para que no mirase
        que quien tan luengamente
        amó, no se consiente
que tan presto del todo t’olvidase.
        ¿Qué sabes si ella agora
juntamente su mal y el tuyo llora?

ALBANIO:
            Cese ya el artificio
        de la maestra mano;
no me hagas pasar tan grave pena.
        Harásme tú, Salicio,
        ir do nunca pie humano
estampó su pisada en el arena.
        Ella está tan ajena
        d’estar desa manera
        como tú de pensallo,
        aunque quieres mostrallo
con razón aparente a verdadera;
        ejercita aquí el arte
a solas, que yo voyme en otra parte.

SALICIO:
            No es tiempo de curalle
        hasta que menos tema
la cura del maestro y su crüeza;
        solo quiero dejalle,
        que aun está la postema
intratable, a mi ver, por su dureza;
        quebrante la braveza
        del pecho empedernido
        con largo y tierno llanto.
        Iréme yo entretanto
a requirir d’un ruiseñor el nido,
        que está en un alta encina
y estará presto en manos de Gravina.

CAMILA:
Si desta tierra no he perdido el tino,
por aquí el corzo vino   que ha traído,
después que fue herido,   atrás el viento.
¡Qué recio movimiento   en la corrida
lleva, de tal herida   lastimado!
En el siniestro lado   soterrada,
la flecha enherbolada   iba mostrando,
las plumas blanqueando   solas fuera,
y háceme que muera   con buscalle.
No paso deste valle;   aquí está cierto,
y por ventura muerto.   ¡Quién me diese
alguno que siguiese   el rastro agora,
mientras la herviente hora   de la siesta
en aquesta floresta   yo descanso!
¡ Ay, viento fresco y manso   y amoroso,
almo, dulce, sabroso!,   esfuerza, esfuerza
tu soplo, y esta fuerza   tan caliente
del alto sol ardiente   ora quebranta,
que ya la tierna planta   del pie mío
anda a buscar el frío   desta hierba.
A los hombres reserva   tú, Dïana,
en esta siesta insana,   tu ejercicio;
por agora tu oficio   desamparo,
que me ha costado caro   en este día.
¡Ay dulce fuente mía,   y de cuán alto
con solo un sobresalto   m’arrojaste!
¿Sabes que me quitaste,   fuente clara,
los ojos de la cara?,   que no quiero
menos un compañero   que yo amaba,
mas no como él pensaba.   ¡Dios ya quiera
que antes Camila muera   que padezca
culpa por do merezca   ser echada
de la selva sagrada   de Dïana!
¡Oh cuán de mala gana   mi memoria
renueva aquesta historia!   Mas la culpa
ajena me desculpa,   que si fuera
yo la causa primera   desta ausencia,
yo diera la sentencia   en mi contrario;
él fue muy voluntario   y sin respeto.
Mas ¿para qué me meto   en esta cuenta?
Quiero vivir contenta   y olvidallo
y aquí donde me hallo   recrearme;
aquí quiero acostarme,   y en cayendo
la siesta, iré siguiendo   mi corcillo,
que yo me maravillo   ya y m’espanto
cómo con tal herida   huyó tanto.

ALBANIO:
     Si mi turbada vista no me miente,
paréceme que vi entre rama y rama
una ninfa llegar a aquella fuente.
     Quiero llegar allá: quizá si ella ama,
me dirá alguna cosa con que engañe,
con algún falso alivio, aquesta llama.
     Y no se me da nada que desbañe
mi alma si es contrario a lo que creo,
que a quien no espera bien, no hay mal que dañe.
     ¡Oh santos dioses!, ¿qué’s esto que veo?
¿Es error dc fantasma convertida
en forma de mi amor y mi deseo?
     Camila es ésta que está aquí dormida;
no puede d’otra ser su hermosura.
La razón está clara y conocida:
     una obra sola quiso la natura
hacer como ésta, y rompió luego apriesa
la estampa do fue hecha tal figura;
     ¿quién podrá luego de su forma espresa
el traslado sacar, si la maestra
misma no basta, y ella lo confiesa?
     Mas ya qu’es cierto el bien que a mí se muestra,
¿cómo podré llegar a despertalla,
temiendo yo la luz que a ella me adiestra?
     Si solamente de poder tocalla
perdiese el miedo yo... Mas ¿si despierta?
Si despierta, tenella y no soltalla.
     Esta osadía temo que no es cierta.
¿Qué me puede hacer? Quiero llegarme;
en fin, ella está agora como muerta.
     Cabe ella por lo menos asentarme
bien puedo, mas no ya como solía...
¡Oh mano poderosa de matarme!,
     ¿viste cuánto tu fuerza en mí podía?
¿Por qué para sanarme no la pruebas?,
que su poder a todo bastaría.

CAMILA:
     ¡Socórreme, Dïana!

ALBANIO:
                                        ¡No te muevas,
que no t’he de soltar; escucha un poco!

CAMILA:
¿Quién me dijera, Albanio, tales nuevas?
     ¡Ninfas del verde bosque, a vos invoco;
a vos pido socorro desta fuerza!
¿Qué es esto, Albanio? Dime si estás loco.

ALBANIO:
     Locura debe ser la que me fuerza
a querer más qu’el alma y que la vida
a la que a aborrecerme a mí se  ’sfuerza.

CAMILA:
     Yo debo ser de ti l’aborrecida,
pues me quieres tratar de tal manera,
siendo tuya la culpa conocida.

ALBANIO:
     ¿Yo culpa contra ti? ¡ Si la primera
no está por cometer, Camila mía,
en tu desgracia y disfavor yo muera!

CAMILA:
     ¿Tú no violaste nuestra compañía,
quiriéndola torcer por el camino
que de la vida honesta se desvía?

ALBANIO:
     ¿Cómo, de sola una hora el desatino
ha de perder mil años de servicio,
si el arrepentimiento tras él vino?

CAMILA:
     Aquéste es de los hombres el oficio:
tentar el mal, y si es malo el suceso,
pedir con humildad perdón del vicio.

ALBANIO:
     ¿Qué tenté yo, Camila?

CAMILA
                                            ¡Bueno es eso!
Esta fuente lo diga, que ha quedado
por un testigo de tu mal proceso.

ALBANIO:
     Si puede ser mi yerro castigado
con muerte, con deshonra o con tormento,
vesme aquí; estoy a todo aparejado.

CAMILA
     Suéltame ya la mano, que el aliento
me falta de congoja.

ALBANIO
                                  He muy gran miedo
que te me irás, que corres más qu’el viento.

CAMILA:
     No estoy como solía, que no puedo
moverme ya, de mal ejercitada;
suelta, que casi m’has quebrado un dedo.

ALBANIO
     ¿Estarás, si te suelto, sosegada,
mientras con razón clara te demuestro
que fuiste sin razón de mí enojada?

CAMILA
     ¡Eres tú de razones gran maestro!
Suelta, que sí estaré.

ALBANIO:
                                     Primero jura
por la primera fe del amor nuestro.

CAMILA:
     Yo juro por la ley sincera y pura
del amistad pasada de sentarme
y de  ‘scuchar tus quejas muy segura.
     ¡Cuál me tienes la mano d’apretarme
con esa dura mano, descreído!

ALBANIO:
¡Cuál me tienes el alma de dejarme!

CAMILA:
     ¡Mi prendedero d’oro, si es perdido!
¡Oh cuitada de mí, mi prendedero
desde aquel valle aquí se m’ha caído!

ALBANIO:
     Mira no se cayese allá primero,
antes d’aquéste, al val de la Hortiga.

CAMILA:
Doquier que se perdió, buscalle quiero.

ALBANIO:
     Yo iré a buscalle; escusa esta fatiga,
que no puedo sufrir que aquesta arena
abrase el blanco pie de mi enemiga.

CAMILA:

     Pues ya quieres tomar por mí esta pena,
derecho ve primero a aquellas hayas,
que allí estuve yo echada un’ hora buena.

ALBANIO:
     Yo voy, mas entretanto no te vayas.

CAMILA:
Seguro ve, ¡que antes verás mi muerte
que tú me cobres ni a tus manos hayas!

ALBANIO:
     ¡Ah, ninfa desleal!, ¿y desa suerte
se guarda el juramento que me diste?
¡Ah, condición de vida dura y fuerte!
     ¡Oh falso amor, de nuevo me hiciste
revivir con un poco d’csperanza!
¡Oh modo de matar nojoso y triste!
     ¡Oh muerte llena de mortal tardanza,
podré por ti llamar injusto el cielo,
injusta su medida y su balanza!
     Recibe tú, terreno y duro suelo,
este rebelde cuerpo que detiene
del alma el espedido y presto vuelo;
     yo me daré la muerte, y aun si viene
alguno a resistirme... ¿a resistirme?:
¡él verá que a su vida no conviene!
     ¿No puedo yo morir, no puedo irme
por aquí, por allí, por do quisiere,
desnudo espirtu o carne y hueso firme?

SALICIO:
     Escucha, que algún mal hacerse quiere.
¡Oh, cierto tiene trastornado el seso!

ALBANIO:
¡Aquí tuviese yo quien mal me quiere!
     Descargado me siento d’un gran peso;
paréceme que vuelo, despreciando
monte, choza, ganado, leche y queso.
     ¿No son aquéstos pies? Con ellos ando.
Ya caigo en ello: el cuerpo se m’ha ido;
sólo el espirtu es este que ora mando.
     ¿Hale hurtado alguno o escondido
mientras mirando estaba yo otra cosa?
¿O si quedó por caso allí dormido?
     Una figura de color de rosa
estaba allí dormiendo: ¿si es aquélla
mi cuerpo? No, que aquélla es muy hermosa.

NEMOROSO:
     ¡Gentil cabeza! No daria por ella
yo para mi traer solo un cornado.

ALBANIO:
¿A quién iré del hurto a dar querella?

SALICIO:
      Estraño enjemplo es ver en qué ha parado
este gentil mancebo, Nemoroso,
ya a nosotros, que l’hemos más tratado,
     manso, cuerdo, agradable, virtüoso,
sufrido, conversable, buen amigo,
y con un alto ingenio, gran reposo.

ALBANIO:
     ¡Yo podré poco o hallaré testigo
de quién hurtó mi cuerpo! Aunque esté ausente,
yo le perseguiré como a enemigo.
     ¿Sabrásme decir d’él, mi clara fuente?
Dímelo, si lo sabes: así Febo
nunca tus frescas ondas escaliente.
     Allá dentro en el fondo está un mancebo,
de laurel coronado y en la mano
un palo, propio como yo, d’acebo.
     ¡Hola! ¿quién está ’llá? Responde, hermano.
¡Válasme, Dios!, o tú eres sordo o mudo,
o enemigo mortal del trato humano.
     Espirtu soy, de carne ya desnudo,
que busco el cuerpo mío, que m’ha hurtado
algún ladrón malvado, injusto y crudo.
     Callar que callarás. ¿Hasme ’scuchado?
¡Oh santo Dios!, mi cuerpo mismo veo,
o yo tengo el sentido trastornado.
     ¡Oh cuerpo, hete hallado y no lo creo!
¡Tanto sin ti me hallo descontento,
pon fin ya a tu destierro y mi deseo!

NEMOROSO:
     Sospecho qu’el contino pensamiento
que tuvo de morir antes d’agora
le representa aqueste apartamiento.

SALICIO:
     Como del que velando siempre llora,
quedan, durmiendo, las especies llenas
del dolor que en el alma triste mora.

ALBANIO:
Si no estás en cadenas,   sal ya fuera
a darme verdadera   forma d’hombre,
que agora solo el nombre   m’ha quedado;
y si allá estás forzado   en ese suelo,
dímelo, que si al cielo   que me oyere
con quejas no moviere   y llanto tierno,
convocaré el infierno   y reino escuro
y rompiré su muro   de diamante,
como hizo el amante   blandamente
por la consorte ausente   que cantando
estuvo halagando   las culebras
de las hermanas negras,   mal peinadas.

NEMOROSO:
¡De cuán desvarïadas    opiniones
saca buenas razones   el cuitado!

SALICIO:
El curso acostumbrado   del ingenio,
aunque le falte el genio   que lo mueva,
con la fuga que lleva   corre un poco,
y aunque éste está ora loco,   no por eso
ha de dar al travieso   su sentido,
en todo habiendo sido   cual tú sabes.

NEMOROSO:
No más, no me le alabes,   que por cierto
como de velle muerto   estoy llorando.

ALBANIO:
Estaba contemplando   qué tormento
es deste apartamiento   lo que pienso.
No nos aparta imenso   mar airado,
no torres de fosado   rodeadas,
no montañas cerradas   y sin vía,
no ajena compañía   dulce y cara:
un poco d’agua clara   nos detiene.
Por ella no conviene   lo que entramos
con ansia deseamos,   porque al punto
que a ti me acerco y junto,   no te apartas;
antes nunca te hartas   de mirarme
y de sinificarme   en tu meneo
que tienes gran deseo   de juntarte
con esta media parte.   Daca, hermano,
écham’ acá esa mano,   y como buenos
amigos a lo menos   nos juntemos
y aquí nos abracemos.   ¡Ah, burlaste!
¿Así te me ’scapaste?   Yo te digo
que no es obra d’amigo   hacer eso;
quedo yo, don travieso,   remojado,
¿y tú estás enojado?   ¡Cuán apriesa
mueves –¿qué cosa es esa?–    tu figura!
¿Aun esa desventura   me quedaba?
Ya yo me consolaba   en ver serena
tu imagen, y tan buena   y amorosa;
no hay bien ni alegre cosa   ya que dure.

NEMOROSO:
A lo menos, que cure   tu cabeza.

SALICIO:
Salgamos, que ya empieza   un furor nuevo,

ALBANIO:
¡Oh Dios! ¿por qué no pruebo    a echarme dentro
hasta llegar al centro   de la fuente?

SALICIO:
¿Qué’s esto, Albanio?    ¡Tente!

ALBANIO:
                                                    ¡Oh manifesto
ladrón!, mas ¿qué’s aquesto?   ¡Es muy bueno
vestiros de lo ajeno   y ante’l dueño,
como si fuese un leño   sin sentido,
venir muy revestido   de mi carne!
¡Yo haré que descarne   esa alma osada
aquesta mano airada!

SALICIO:
                                         ¡Está quedo!
¡Llega tú, que no puedo   detenelle!

NEMOROSO:
Pues ¿qué quieres hacelle?

SALICIO:
                                             ¿Yo?   Dejalle,
si desenclavijalle   yo acabase
la mano, a que escapase   mi garganta.

NEMOROSO:
No tiene fuerza tanta;   solo puedes
hacer tú lo que debes   a quien eres.

SALICIO:
¡Qué tiempo de placeres   y de burlas!
¿Con la vida te burlas,   Nemoroso?
¡Ven, ya no ’stés donoso!

NEMOROSO:
                                            Luego vengo;
en cuanto me detengo   aquí un poco,
veré cómo de un loco   te desatas.

SALICIO:
¡Ay, paso, que me matas!

ALBANIO:
                                               ¡Aunque mueras!

NEMOROSO:
¡Ya aquello va de veras!   ¡Suelta, loco!

ALBANIO:
Déjame ’star un poco,    que ya acabo.

NEMOROSO:
¡Suelta ya!

ALBANIO:
                     ¿Qué te hago?

NEMOROSO:
                                                ¡A mí, no nada!

ALBANIO:
Pues vete tu jornada,   y no entiendas
en aquestas contiendas.

SALICIO:
                                               ¡Ah, furioso!
Afierra, Nemoroso,   y tenle fuerte.
¡Yo te daré la muerte,   don perdido!
Ténmele tú tendido   mientras l’ato.
Probemos así un rato   a castigalle;
quizá con espantalle   habrá algún miedo.

ALBANIO:
Señores, si  ’stoy quedo,    ¿dejarésme?

SALICIO:
¡No!

ALBANIO:
          Pues ¿qué, matarésme?

SALICIO:
                                                ¡Sí!

ALBANIO:
                                                          ¿Sin falta?
Mira cuánto más alta   aquella sierra
está que la otra tierra.

NEMOROSO:
                                                Bueno es esto;
él olvidará presto   la braveza.

SALICIO:
¡Calla, que así s’aveza    a tener seso!

ALBANIO:
¿Cómo, azotado y preso?

SALICIO:
                                          ¡Calla, escucha!

ALBANIO:
Negra fue aquella lucha   que contigo
hice, que tal castigo   dan tus manos.
¿No éramos como hermanos   de primero?

NEMOROSO:
Albanio, compañero,   calla agora
y duerme aquí algún hora,   y no te muevas.

ALBANIO:
¿Sabes algunas nuevas   de mí?

SALICIO:
                                                       ¡Loco!

ALBANIO:
Paso, que duermo un poco.

SALICIO:
                                               ¿Duermes cierto?

ALBANIO:
¿No me ves como un muerto?    Pues ¿qué hago?

SALICIO:
Éste te dará el pago,   si despiertas,
en esas carnes muertas,   te prometo.

NEMOROSO:
     Algo ’stá más quieto   y reposado
que hasta ’quí. ¿Qué dices tú, Salicio?
¿Parécete que puede ser curado?

SALICIO:
     En procurar cualquiera beneficio
a la vida y salud d’un tal amigo,
haremos el debido y justo oficio.

NEMOROSO:
     Escucha, pues, un poco lo que digo;
contaréte una ’straña y nueva cosa
de que yo fui la parte y el testigo.
     En la ribera verde y deleitosa
del sacro Tormes, dulce y claro río,
hay una vega grande y espaciosa,
     verde en el medio del invierno frío,
en el otoño verde y primavera,
verde en la fuerza del ardiente estío.
     Levántase al fin della una ladera,
con proporción graciosa en el altura,
que sojuzga la vega y la ribera;
     allí está sobrepuesta la espesura
de las hermosas torres, levantadas
al cielo con estraña hermosura,
     no tanto por la fábrica estimadas,
aunque ’straña labor allí se vea,
cuanto por sus señores ensalzadas.
     Allí se halla lo que se desea:
virtud, linaje, haber y todo cuanto
bien de natura o de fortuna sea.
     Un hombre mora allí de ingenio tanto
que toda la ribera adonde él vino
nunca se harta d’escuchar su canto.
     Nacido fue en el campo placentino,
que con estrago y destrución romana
en el antiguo tiempo fue sanguino,
     y en éste con la propia la inhumana
furia infernal, por otro nombre guerra,
le tiñe, le rüina y le profana;
     él, viendo aquesto, abandonó su tierra,
por ser más del reposo compañero
que de la patria, que el furor atierra.
     Llevóle a aquella parte el buen agüero
d’aquella tierra d’Alba tan nombrada,
que éste’s el nombre della, y d’él Severo.
     A aquéste Febo no le´scondió nada,
antes de piedras, hierbas y animales
diz que le fue noticia entera dada.
     Éste, cuando le place, a los caudales
ríos el curso presuroso enfrena
con fuerza de palabras y señales;
     la negra tempestad en muy serena
y clara luz convierte, y aquel día,
si quiere revolvelle, el mundo atruena;
     la luna d’allá arriba bajaría
si al son de las palabras no impidiese
el son del carro que la mueve y guía.
     Temo que si decirte presumiese
de su saber la fuerza con loores,
que en lugar d’alaballe l’ofendiese.
     Mas no te callaré que los amores
con un tan eficaz remedio cura
cual se conviene a tristes amadores;
     en un punto remueve la tristura,
convierte’n odio aquel amor insano,
y restituye’l alma a su natura.
     No te sabré dicir, Salicio hermano,
la orden de mi cura y la manera,
mas sé que me partí d’él libre y sano.
     Acuérdaseme bien que en la ribera
de Tormes le hallé solo, cantando
tan dulce que una piedra enterneciera.
     Como cerca me vido, adevinando
la causa y la razón de mi venida,
suspenso un rato ’stuvo así callando,
     y luego con voz clara y espedida
soltó la rienda al verso numeroso
en alabanzas de la libre vida.
     Yo estaba embebecido y vergonzoso,
atento al son y viéndome del todo
fuera de libertad y de reposo.
     No sé decir sino que’n fin de modo
aplicó a mi dolor la medicina
qu’el mal desarraigó de todo en todo.
     Quedé yo entonces como quien camina
de noche por caminos enriscados,
sin ver dónde la senda o paso inclina;
     mas, venida la luz y contemplados,
del peligro pasado nace un miedo
que deja los cabellos erizados:
     así estaba mirando, atento y quedo,
aquel peligro yo que atrás dejaba,
que nunca sin temor pensallo puedo.
     Tras esto luego se me presentaba,
sin antojos delante, la vileza
de lo que antes ardiendo deseaba.
     Así curó mi mal, con tal destreza,
el sabio viejo, como t’he contado,
que volvió el alma a su naturaleza
y soltó el corazón aherrojado.

SALICIO:
¡Oh gran saber, oh viejo frutüoso,
qu’el perdido reposo   al alma vuelve,
y lo que la revuelve   y lleva a tierra
del corazón destierra   encontinente!
Con esto solamente   que contaste,
así le reputaste   acá comigo
que sin otro testigo   a desealle
ver presente y hablalle   me levantas.
NEMOROSO:
¿Desto poco te ’spantas    tú, Salicio?
De más te daré indicio   manifesto,
si no te soy molesto   y enojoso.

SALICIO:
¿Qué’s esto, Nemoroso,    y qué cosa
puede ser tan sabrosa   en otra parte
a mi como escucharte?  No la siento,
cuanto más este cuento   de Severo;
dímelo por entero,   por tu vida,
pues no hay quien nos impida   ni embarace.
Nuestro ganado pace,   el viento espira,
Filomena sospira   en dulce canto
y en amoroso llanto   s’amancilla;
gime la tortolilla   sobre’l olmo,
preséntanos a colmo   el prado flores
y esmalta en mil colores   su verdura;
la fuente clara y pura,   murmurando,
nos está convidando   a dulce trato.

NEMOROSO:
¿Escucha, pues, un rato,   y diré cosas
estrañas y espantosas   poco a poco.
Ninfas, a vos invoco;   verdes faunos,
sátiros y silvanos,   soltá todos
mi lengua en dulces modos   y sotiles,
que ni los pastoriles   ni el avena
ni la zampoña suena   como quiero.
Este nuestro Severo   pudo tanto
con el süave canto   y dulce lira
que, revueltos en ira   y torbellino,
en medio del camino   se pararon
los vientos y escucharon   muy atentos
la voz y los acentos,   muy bastantes
a que los repugnantes   y contrarios
hiciesen voluntarios   y conformes.
A aquéste el viejo Tormes,   como a hijo,
le metió al escondrijo   de su fuente,
de do va su corriente   comenzada;
mostróle una labrada   y cristalina
urna donde él reclina   el diestro lado,
y en ella vio entallado   y esculpido
lo que, antes d’haber sido,   el sacro viejo
por devino consejo   puso en arte,
labrando a cada parte   las estrañas
virtudes y hazañas   de los hombres
que con sus claros nombres   ilustraron
cuanto señorearon   de aquel río.
Estaba con un brío   desdeñoso,
con pecho corajoso,   aquel valiente
que contra un rey potente   y de gran seso,
qu’el viejo padre preso   le tenía,
cruda guerra movía   despertando
su ilustre y claro bando al ejercicio
d’aquel piadoso oficio.   A aquéste junto
la gran labor al punto   señalaba
al hijo que mostraba   acá en la tierra
ser otro Marte en guerra,   en corte Febo;
mostrábase mancebo   en las señales
del rostro, qu’eran tales que ’speranza
y cierta confianza   claro daban,
a cuantos le miraban,   qu’él sería
en quien se informaría   un ser divino.
Al campo sarracino   en tiernos años
daba con graves daños   a sentillo,
que como fue caudillo   del cristiano,
ejercitó la mano   y el maduro
seso y aquel seguro   y firme pecho.
En otra parte, hecho   ya más hombre,
con más ilustre nombre,   los arneses
de los fieros franceses   abollaba.
Junto, tras esto, estaba   figurado
con el arnés manchado   de otra sangre,
sosteniendo la hambre   en el asedio,
siendo él solo el remedio   del combate,
que con fiero rebate   y con rüido
por el muro batido   l’ofrecían;
tantos al fin morían   por su espada,
a tantos la jornada   puso espanto,
que no hay labor que tanto   notifique
cuanto el fiero Fadrique   de Toledo
puso terror y miedo   al enemigo.
Tras aqueste que digo   se veía
el hijo don García,   qu’en el mundo
sin par y sin segundo   solo fuera
si hijo no tuviera.   ¿Quién mirara
de su hermosa cara   el rayo ardiente,
quién su replandeciente   y clara vista,
que no diera por lista   su grandeza?
Estaban de crüeza   fiera armadas
las tres inicuas hadas,   cruda guerra
haciendo allí a la tierra   con quitalle
éste, qu’en alcanzalle   fue dichosa.
¡Oh patria lagrimosa,   y cómo vuelves
los ojos a los Gelves,   sospirando!
Él está ejercitando   el duro oficio,
y con tal arteficio   la pintura
mostraba su figura   que dijeras,
si pintado lo vieras,   que hablaba.
El arena quemaba,   el sol ardía,
la gente se caía   medio muerta;
él solo con despierta   vigilancia
dañaba la tardanza   floja, inerte,
y alababa la muerte   glorïosa.
Luego la polvorosa   muchedumbre,
gritando a su costumbre,   le cercaba;
mas el que se llegaba   al fiero mozo
llevaba, con destrozo   y con tormento,
del loco atrevimiento   el justo pago.
Unos en bruto lago   de su sangre,
cortado ya el estambre   de la vida,
la cabeza partida   revolcaban;
otros claro mostraban,   espirando,
de fuera palpitando   las entrañas,
por las fieras y estrañas   cuchilladas
d’aquella mano dadas.   Mas el hado
acerbo, triste, airado   fue venido,
y al fin él, confundido   d’alboroto,
atravesado y roto   de mil hierros,
pidiendo de sus yerros   venia al cielo,
puso en el duro suelo   la hermosa
cara, como la rosa   matutina,
cuando ya el sol declina   al mediodía,
que pierde su alegría   y marchitando
va la color mudando;   o en el campo
cual queda el lirio blanco   qu’el arado
crudamente cortado   al pasar deja,
del cual aun no s’aleja   presuroso
aquel color hermoso   o se destierra,
mas ya la madre tierra   descuidada
no le administra nada   de su aliento,
que era el sustentamiento   y vigor suyo:
tal está el rostro tuyo   en el arena,
fresca rosa, azucena   blanca y pura.
Tras ésta una pintura   estraña tira
los ojos de quien mira   y los detiene
tanto que no conviene   mirar cosa
estraña ni hermosa   sino aquélla.
De vestidura bella   allí vestidas
las gracias esculpidas   se veían;
solamente traían   un delgado
velo qu’el delicado   cuerpo viste,
mas tal que no resiste   a nuestra vista.
Su diligencia en vista   demostraban;
todas tres ayudaban   en una hora
una muy gran señora   que paría.
Un infante se vía   ya nacido
tal cual jamás salido   d’otro parto
del primer siglo al cuarto   vio la luna;
en la pequeña cuna   se leía
un nombre que decía   "don Fernando".
Bajaban, d’él hablando,   de dos cumbres
aquellas nueve lumbres   de la vida
con ligera corrida,   y con ellas,
cual luna con estrellas,   el mancebo
intonso y rubio, Febo;   y en llegando,
por orden abrazando   todas fueron
al niño, que tuvieron   luengamente.
Visto como presente,   d’otra parte
Mercurio estaba y Marte,   cauto y fiero,
viendo el gran caballero   que encogido
en el recién nacido   cuerpo estaba.
Entonces lugar daba   mesurado
a Venus, que a su lado   estaba puesta;
ella con mano presta   y abundante
néctar sobre’l infante   desparcía,
mas Febo la desvía   d’aquel tierno
niño y daba el gobierno   a sus hermanas;
del cargo están ufanas   todas nueve.
El tiempo el paso mueve;   el niño crece
y en tierna edad florece   y se levanta
como felice planta   en buen terreno.
Ya sin precepto ajeno   él daba tales
de su ingenio señales que ’spantaban
a los que le crïaban;   luego estaba
cómo una l’entregaba   a un gran maestro
que con ingenio diestro   y vida honesta
hiciese manifiesta   al mundo y clara
aquel ánima rara   que allí vía.
Al niño recebía   con respeto
un viejo en cuyo aspeto   se via junto
severidad a un punto   con dulzura.
Quedó desta figura   como helado
Severo y espantado,   viendo el viejo
que, como si en espejo   se mirara,
en cuerpo, edad y cara   eran conformes.
En esto, el rostro a Tormes   revolviendo,
vio que ’staba rïendo   de su ’spanto.
"¿De qué t’espantas tanto?",   dijo el río.
"¿No basta el saber mío   a que primero
que naciese Severo,   yo supiese
que habia de ser quien diese   la doctrina
al ánima divina   deste mozo?"
Él, lleno d’alborozo   y d’alegría,
sus ojos mantenía   de pintura.
Miraba otra figura   d’un mancebo,
el cual venia con Febo   mano a mano,
al modo cortesano;   en su manera
juzgáralo cualquiera,   viendo el gesto
lleno d’un sabio, honesto   y dulce afeto,
por un hombre perfeto   en l’alta parte
de la difícil arte   cortesana,
maestra de la humana   y dulce vida.
Luego fue conocida   de Severo
la imagen por entero   fácilmente
deste que allí presente   era pintado:
vio qu’era el que habia dado   a don Fernando
su ánimo formando   en luenga usanza,
el trato, la crïanza   y gentileza,
la dulzura y llaneza   acomodada,
la virtud apartada   y generosa,
y en fin cualquiera cosa   que se vía
en la cortesanía   de que lleno
Fernando tuvo el seno   y bastecido.
Después de conocido,   leyó el nombre
Severo de aqueste hombre,   que se llama
Boscán, de cuya llama   clara y pura
sale’l fuego que apura   sus escritos,
que en siglos infinitos   ternán vida.
De algo más crecida   edad miraba
al niño, que ’scuchaba   sus consejos.
Luego los aparejos   ya de Marte,
estotro puesto aparte,   le traía;
así les convenía   a todos ellos
que no pudiera dellos   dar noticia
a otro la milicia   en muchos años.
Obraba los engaños   de la lucha;
la maña y fuerza mucha   y ejercicio
con el robusto oficio   está mezclando.
Allí con rostro blando   y amoroso
Venus aquel hermoso   mozo mira,
y luego le retira   por un rato
d’aquel áspero trato   y son de hierro;
mostrábale ser yerro   y ser mal hecho
armar contino el pecho   de dureza,
no dando a la terneza   alguna puerta.
Con él en una huerta   entrada siendo,
una ninfa dormiendo   le mostraba;
el mozo la miraba   y juntamente,
de súpito acidente   acometido,
estaba embebecido,   y a la diosa
que a la ninfa hermosa   s’allegase
mostraba que rogase,   y parecía
que la diosa temía   de llegarse.
Él no podía hartarse   de miralla,
de eternamente amalla   proponiendo.
Luego venia corriendo   Marte airado,
mostrándose alterado   en la persona,
y daba una corona   a don Fernando.
Y estábale mostrando   un caballero
que con semblante fiero   amenazaba
al mozo que quitaba   el nombre a todos.
Con atentados modos   se movía
contra el que l’atendía   en una puente;
mostraba claramente   la pintura
que acaso noche ’scura   entonces era.
De la batalla fiera   era testigo
Marte, que al enemigo   condenaba
y al mozo coronaba   en el fin d’ella;
el cual, como la estrella   relumbrante
que’l sol envia delante,   resplandece.
D’allí su nombre crece,   y se derrama
su valerosa fama   a todas partes.
Luego con nuevas artes   se convierte
a hurtar a la muerte   y a su abismo
gran parte de sí mismo   y quedar vivo
cuando el vulgo cativo   le llorare
y, muerto, le llamare   con deseo.
Estaba el Himeneo   allí pintado,
el diestro pie calzado   en lazos d’oro;
de vírgines un coro   está cantando,
partidas altercando   y respondiendo,
y en un lecho poniendo   una doncella
que, quien atento aquélla   bien mirase
y bien la cotejase   en su sentido
con la qu’el mozo vido   allá en la huerta,
verá que la despierta   y la dormida
por una es conocida   de presente.
Mostraba juntamente   ser señora
digna y merecedora   de tal hombre;
el almohada el nombre   contenía,
el cual doña María   Enríquez era.
Apenas tienen fuera   a don Fernando,
ardiendo y deseando   estar ya echado;
al fin era dejado   con su esposa
dulce, pura, hermosa,   sabia, honesta.
En un pie estaba puesta   la fortuna,
nunca estable ni una,   que llamaba
a Fernando, que ’staba   en vida ociosa,
porque en dificultosa   y ardua vía
quisiera ser su guía   y ser primera;
mas él por compañera   tomó aquella,
siguiendo a la qu’es bella   descubierta
y juzgada, cubierta,   por disforme.
El nombre era conforme   a aquesta fama:
virtud ésta se llama,   al mundo rara.
¿Quién tras ella guïara   igual en curso
sino éste, qu’el discurso   de su lumbre
forzaba la costumbre   de sus años,
no recibiendo engaños   sus deseos?
Los montes Pireneos,   que se ’stima
de abajo que la cima   está en el cielo
y desde arriba el suelo   en el infierno,
en medio del invierno   atravesaba.
La nieve blanqueaba,   y las corrientes
por debajo de puentes   cristalinas
y por heladas minas   van calladas;
el aire las cargadas   ramas mueve,
qu’el peso de la nieve   las desgaja.
Por aquí se trabaja   el duque osado,
del tiempo contrastado   y de la vía,
con clara compañía   de ir delante;
el trabajo constante   y tan loable
por la Francia mudable   en fin le lleva.
La fama en él renueva   la presteza,
la cual con ligereza   iba volando
y con el gran Fernando   se paraba
y le sinificaba   en modo y gesto
qu’el caminar muy presto   convenía.
De todos escogía   el duque uno,
y entramos de consuno   cabalgaban;
los caballos mudaban   fatigados,
mas a la fin llegados   a los muros
del gran París seguros,   la dolencia
con su débil presencia   y amarilla
bajaba de la silla   al duque sano
y con pesada mano   le tocaba.
Él luego comenzaba   a demudarse
y amarillo pararse   y a dolerse.
Luego pudiera verse   de travieso
venir por un espeso   bosque ameno,
de buenas hierbas lleno   y medicina,
Esculapio, y camina   no parando
hasta donde Fernando   estaba en lecho;
entró con pie derecho,   y parecía
que le restituía   en tanta fuerza
que a proseguir se ’sfuerza   su vïaje,
que le llevó al pasaje   del gran Reno.
Tomábale en su seno   el caudaloso
y claro rio, gozoso   de tal gloria,
trayendo a la memoria   cuando vino
el vencedor latino   al mismo paso.
No se mostraba escaso   de sus ondas;
antes, con aguas hondas   que engendraba,
los bajos igualaba,   y al liviano
barco daba de mano,   el cual, volando,
atrás iba dejando   muros, torres.
Con tanta priesa corres,   navecilla,
que llegas do amancilla   una doncella,
y once mil más con ella,   y mancha el suelo
de sangre que en el cielo   está esmaltada.
Úrsula, desposada   y virgen pura,
mostraba su figura   en una pieza
pintada; su cabeza   allí se vía
que los ojos volvía   ya espirando.
Y estábate mirando   aquel tirano
que con acerba mano   llevó a hecho,
de tierno en tierno pecho,   tu compaña.
Por la fiera Alemaña   d’aquí parte
el duque, a aquella parte   enderezado
donde el cristiano estado   estaba en dubio.
En fin al gran Danubio   s’encomienda;
por él suelta la rienda   a su navío,
que con poco desvío   de la tierra
entre una y otra sierra   el agua hiende.
El remo que deciende   en fuerza suma
mueve la blanca espuma   como argento;
el veloz movimiento   parecía
que pintado se vía   ante los ojos.
Con amorosos ojos,   adelante,
Carlo, César triunfante,   le abrazaba
cuando desembarcaba   en Ratisbona.
Allí por la corona   del imperio
estaba el magisterio   de la tierra
convocado a la guerra   que ’speraban;
todos ellos estaban   enclavando
los ojos en Fernando,   y en el punto
que a sí le vieron junto,   se prometen
de cuanto allí acometen   la vitoria.
Con falsa y vana gloria   y arrogancia,
con bárbara jactancia   allí se vía
a los fines de Hungría   el campo puesto
d ‘aquel que fue molesto   en tanto grado
al húngaro cuitado   y afligido;
las armas y el vestido   a su costumbre,
era la muchidumbre   tan estraña
que apenas la campaña   la abarcaba
ni a dar pasto bastaba,   ni agua el río.
César con celo pío   y con valiente
ánimo aquella gente   despreciaba;
la suya convocaba,   y en un punto
vieras un campo junto   de naciones
diversas y razones,   mas d’un celo.
No ocupaban el suelo   en tanto grado,
con número sobrado   y infinito,
como el campo maldito,   mas mostraban
virtud con que sobraban   su contrario,
ánimo voluntario,   industria y maña.
Con generosa saña   y viva fuerza
Fernando los esfuerza   y los recoge
y a sueldo suyo coge   muchos dellos.
D’un arte usaba entr’ellos   admirable:
con el diciplinable   alemán fiero
a su manera y fuero   conversaba;
a todos s’aplicaba   de manera
qu’el flamenco dijera   que nacido
en Flandes habia sido,   y el osado
español y sobrado,   imaginando
ser suyo don Fernando   y de su suelo,
demanda sin recelo   la batalla.
Quien más cerca se halla   del gran hombre
piensa que crece el nombre   por su mano.
El cauto italiano   nota y mira,
los ojos nunca tira   del guerrero,
y aquel valor primero   de su gente
junto en éste y presente   considera;
en él ve la manera   misma y maña
del que pasó en España   sin tardanza,
siendo solo esperanza   de su tierra,
y acabó aquella guerra   peligrosa
con mano poderosa   y con estrago
de la fiera Cartago   y de su muro,
y del terrible y duro   su caudillo,
cuyo agudo cuchillo   a las gargantas
Italia tuvo tantas   veces puesto.
Mostrábase tras esto   allí esculpida
la envidia carcomida,   a sí molesta,
contra Fernando puesta   frente a frente;
la desvalida gente   convocaba
y contra aquél la armaba   y con sus artes
busca por todas partes   daño y mengua.
Él, con su mansa lengua   y largas manos
los tumultos livianos   asentando,
poco a poco iba alzando   tanto el vuelo
que la envidia en el cielo   le miraba,
y como no bastaba   a la conquista,
vencida ya su vista   de tal lumbre,
forzaba su costumbre   y parecía
que perdón le pedía,   en tierra echada;
él, después de pisada,   descansado
quedaba y aliviado   deste enojo
y lleno del despojo   desta fiera.
Hallaba en la ribera   del gran río,
de noche al puro frío   del sereno,
a César, qu’en su seno   está pensoso
del suceso dudoso   desta guerra;
que aunque de sí destierra   la tristeza
del caso, la grandeza   trae consigo
el pensamiento amigo   del remedio.
Entramos buscan medio   convenible
para que aquel terrible   furor loco
les empeciese poco   y recibiese
tal estrago que fuese   destrozado.
Después de haber hablado,   ya cansados,
en la hierba acostados   se dormían;
el gran Danubio oían   ir sonando,
casi como aprobando   aquel consejo.
En esto el claro viejo   rio se vía
que del agua salía   muy callado,
de sauces coronado   y d’un vestido,
de las ovas tejido,   mal cubierto;
y en aquel sueño incierto   les mostraba
todo cuanto tocaba   al gran negocio,
y parecia qu’el ocio   sin provecho
les sacaba del pecho,   porque luego,
como si en vivo fuego   se quemara
alguna cosa cara,   se levantan
del gran sueño y s’espantan,   alegrando
el ánimo y alzando   la esperanza.
El río sin tardanza   parecía
qu’el agua disponía   al gran viaje;
allanaba el pasaje   y la corriente
para que fácilmente   aquella armada,
que habia de ser guïada   por su mano,
en el remar liviano   y dulce viese
cuánto el Danubio fuese   favorable.
Con presteza admirable   vieras junto
un ejército a punto   denodado;
y después d’embarcado,   el remo lento,
el duro movimiento   de los brazos,
los pocos embarazos   de las ondas
llevaban por las hondas   aguas presta
el armada molesta   al gran tirano.
El arteficio humano   no hiciera
pintura que esprimiera   vivamente
el armada, la gente,   el curso, el agua;
y apenas en la fragua   donde sudan
los cíclopes y mudan   fatigados
los brazos, ya cansados   del martillo,
pudiera así exprimillo   el gran maestro.
Quien viera el curso diestro   por la clara
corriente bien jurara   a aquellas horas
que las agudas proras   dividían
el agua y la hendían   con sonido,
y el rastro iba seguido;   luego vieras
al viento las banderas   tremolando,
las ondas imitando   en el moverse.
Pudiera también verse   casi viva
la otra gente esquiva   y descreída,
que d’ensoberbecida   y arrogante
pensaban que delante   no hallaran
hombres que se pararan   a su furia.
Los nuestros, tal injuria   no sufriendo,
remos iban metiendo   con tal gana
que iba d’espuma cana   el agua llena.
El temor enajena   al otro bando
el sentido, volando   de uno en uno;
entrábase importuno   por la puerta
de la opinión incierta,   y siendo dentro
en el íntimo centro   allá del pecho,
les dejaba deshecho   un hielo frío,
el cual como un gran río   en flujos gruesos
por medulas y huesos   discurría.
Todo el campo se vía   conturbado,
y con arrebatado   movimiento
sólo del salvamiento   platicaban.
Luego se levantaban   con desorden;
confusos y sin orden   caminando,
atrás iban dejando,   con recelo,
tendida por el suelo,   su riqueza.
Las tiendas do pereza   y do fornicio
con todo bruto vicio   obrar solían,
sin ellas se partían;   así armadas,
eran desamparadas   de sus dueños.
A grandes y pequeños   juntamente
era el temor presente   por testigo,
y el áspero enemigo   a las espaldas,
que les iba las faldas   ya mordiendo.
César estar teniendo   allí se vía
a Fernando, que ardía   sin tardanza
por colorar su lanza   en turca sangre.
Con animosa hambre   y con denuedo
forceja con quien quedo   estar le manda,
como lebrel de Irlanda   generoso
qu’el jabalí cerdoso   y fiero mira;
rebátese, sospira,   fuerza y riñe,
y apenas le costriñe   el atadura
qu’el dueño con cordura   más aprieta:
así estaba perfeta   y bien labrada
la imagen figurada   de Fernando
que quien allí mirando   lo estuviera,
que era desta manera   lo juzgara.
Resplandeciente y clara,   de su gloria
pintada, la Vitoria   se mostraba;
a César abrazaba,   y no parando,
los brazos a Fernando   echaba al cuello.
Él mostraba d’aquello   sentimiento,
por ser el vencimiento   tan holgado.
Estaba figurado   un carro estraño
con el despojo y daño   de la gente
bárbara, y juntamente   allí pintados
cativos amarrados   a las ruedas,
con hábitos y sedas   varïadas;
lanzas rotas, celadas   y banderas,
armaduras ligeras   de los brazos,
escudos en pedazos   divididos
vieras allí cogidos   en trofeo,
con qu’el común deseo   y voluntades
de tierras y ciudades   se alegraba.
Tras esto blanqueaba   falda y seno
con velas, al Tirreno,   del armada
sublime y ensalzada   y glorïosa.
Con la prora espumosa   las galeras,
como nadantes fieras,   el mar cortan
hasta que en fin aportan   con corona
de lauro a Barcelona;   do cumplidos
los votos ofrecidos   y deseos,
y los grandes trofeos   ya repuestos,
con movimientos prestos   d’allí luego,
en amoroso fuego   todo ardiendo,
el duque iba corriendo   y no paraba.
Cataluña pasaba,   atrás la deja;
ya d’Aragón s’aleja,   y en Castilla
sin bajar de la silla   los pies pone.
El corazón dispone   al alegría
que vecina tenía,   y reserena
su rostro y enajena   de sus ojos
muerte, daños, enojos,   sangre y guerra;
con solo amor s’encierra   sin respeto,
y el amoroso afeto   y celo ardiente
figurado y presente   está en la cara.
Y la consorte cara,   presurosa,
de un tal placer dudosa,   aunque lo vía,
el cuello le ceñía   en nudo estrecho
de aquellos brazos hecho   delicados;
de lágrimas preñados,   relumbraban
los ojos que sobraban   al sol claro.
Con su Fernando caro   y señor pío
la tierra, el campo, el río,   el monte, el llano
alegres a una mano   estaban todos,
mas con diversos modos   lo decían:
los muros parecían   d’otra altura,
el campo en hermosura   d’otras flores
pintaba mil colores   desconformes;
estaba el mismo Tormes   figurado,
en torno rodeado   de sus ninfas,
vertiendo claras linfas   con instancia,
en mayor abundancia   que solía;
del monte se veía   el verde seno
de ciervos todo lleno,   corzos, gamos,
que de los tiernos ramos   van rumiando;
el llano está mostrando   su verdura,
tendiendo su llanura   así espaciosa
que a la vista curiosa   nada empece
ni deja en qué tropiece   el ojo vago.
Bañados en un lago,   no d’olvido,
mas de un embebecido   gozo, estaban
cuantos consideraban   la presencia
d’éste cuya ecelencia   el mundo canta,
cuyo valor quebranta   al turco fiero.
Aquesto vio Severo   por sus ojos,
y no fueron antojos   ni ficiones;
si oyeras sus razones,   yo te digo
que como a buen testigo   le creyeras.
Contaba muy de veras   que mirando
atento y contemplando   las pinturas,
hallaba en las figuras   tal destreza
que con mayor viveza   no pudieran
estar si ser les dieran   vivo y puro.
Lo que dellas escuro   allí hallaba
y el ojo no bastaba   a recogello,
el río le daba dello   gran noticia.
"Éste de la milicia",   dijo el río,
"la cumbre y señorío   terná solo
del uno al otro polo;   y porque ’spantes
a todos cuando cantes   los famosos
hechos tan glorïosos,   tan ilustres,
sabe qu’en cinco lustres   de sus años
hará tantos engaños   a la muerte
que con ánimo fuerte   habrá pasado
por cuanto aquí pintado   dél has visto.
Ya todo lo has previsto;   vamos fuera;
dejarte he en la ribera   do ’star sueles".
"Quiero que me reveles   tú primero",
le replicó Severo,   "qué’s aquello
que de mirar en ello   se me ofusca
la vista, así corrusca   y resplandece,
y tan claro parece   allí en la urna
como en hora noturna   la cometa".
"Amigo, no se meta",   dijo el viejo,
"ninguno, le aconsejo,   en este suelo
en saber más qu’el cielo   le otorgare;
y si no te mostrare   lo que pides,
tú mismo me lo impides,   porque en tanto
qu’el mortal velo y manto   el alma cubren,
mil cosas se t’encubren,   que no bastan
tus ojos que contrastan   a mirallas.
No pude yo pintallas   con menores
luces y resplandores,   porque sabe,
y aquesto en ti bien cabe,   que esto todo
qu’en ecesivo modo   resplandece,
tanto que no parece   ni se muestra,
es lo que aquella diestra   mano osada
y virtud sublimada   de Fernando
acabarán entrando   más los días,
lo cual con lo que vías   comparado
es como con nublado   muy escuro
el sol ardiente, puro   y relumbrante.
Tu vista no es bastante   a tanta lumbre
hasta que la costumbre   de miralla
tu ver al contemplalla   no confunda;
como en cárcel profunda   el encerrado
que súpito sacado   le atormenta
el sol que se presenta   a sus tinieblas,
así tú, que las nieblas   y hondura
metido en estrechura   contemplabas,
que era cuando mirabas   otra gente,
viendo tan diferente   suerte d’hombre,
no es mucho que t’asombre   luz tamaña.
Pero vete, que baña   el sol hermoso
su carro presuroso   ya en las ondas,
y antes que me respondas,   será puesto".
Diciendo así, con gesto   muy humano
tomóle por la mano.   ¡Oh admirable
caso y cierto espantable!,   qu’en saliendo
se fueron estriñendo   d’una parte
y d’otra de tal arte   aquellas ondas
que las aguas, que hondas   ser solían,
el suelo descubrían   y dejaban
seca por do pasaban   la carrera
hasta qu’en la ribera   se hallaron;
y como se pararon   en un alto,
el viejo d’allí un salto   dio con brío
y levantó del río   espuma’l cielo
y comovió del suelo   negra arena.
Severo, ya de ajena   ciencia instruto,
fuese a coger el fruto   sin tardanza
de futura ’speranza,   y escribiendo,
las cosas fue exprimiendo   muy conformes
a las que había de Tormes   aprendido;
y aunque de mi sentido   él bien juzgase
que no las alcanzase,   no por eso
este largo proceso,   sin pereza,
dejó por su nobleza   de mostrarme.
Yo no podia hartarme   allí leyendo,
y tú d’estarme oyendo   estás cansado.

SALICIO:
            Espantado me tienes
        con tan estraño cuento,
y al son de tu hablar embebecido.
        Acá dentro me siento,
        oyendo tantos bienes
y el valor deste príncipe escogido,
        bullir con el sentido
        y arder con el deseo
        por contemplar presente
        aquel que, ’stando ausente,
por tu divina relación ya veo.
        ¡Quién viese la escritura,
ya que no puede verse la pintura!

            Por firme y verdadero,
        después que t’he escuchado,
tengo que ha de sanar Albanio cierto,
        que según me has contado,
        bastara tu Severo
a dar salud a un vivo y vida a un muerto;
        que a quien fue descubierto
        un tamaño secreto,
        razón es que se crea
        que cualquiera que sea
alcanzará con su saber perfeto,
        y a las enfermedades
aplicará contrarias calidades.

NEMOROSO:
     Pues ¿en qué te resumes, di, Salicio,
acerca deste enfermo compañero?

SALICIO:
En que hagamos el debido oficio:
     luego de aquí partamos, y primero
que haga curso el mal y s’envejezca,
así le presentemos a Severo.

NEMOROSO:
     Yo soy contento, y antes que amanezca
y que del sol el claro rayo ardiente
sobre las altas cumbres se parezca,
     el compañero mísero y doliente
llevemos luego donde cierto entiendo
que será guarecido fácilmente.

SALICIO:
     Recoge tu ganado, que cayendo
ya de los altos montes las mayores
sombras con ligereza van corriendo;
     mira en torno, y verás por los alcores
salir el humo de las caserías
de aquestos comarcanos labradores.
     Recoge tus ovejas y las mías,
y vete tú con ellas poco a poco
por aquel mismo valle que solías;
     yo solo me averné con nuestro loco,
que pues él hasta aquí no se ha movido,
la braveza y furor debe ser poco.

NEMOROSO:
     Si llegas antes, no te ’stés dormido;
apareja la cena, que sospecho
que aun fuego Galafrón no habrá encendido.

SALICIO:
     Yo lo haré, que al hato iré derecho,
si no me lleva a despeñar consigo
d’algún barranco Albanio, a mi despecho.
Adiós, hermano.

NEMOROSO
                             Adiós, Salicio amigo.



3

Personas: TIRRENO, ALCINO

     Aquella voluntad honesta y pura,
ilustre y hermosísima María,
que’n mí de celebrar tu hermosura,
tu ingenio y tu valor estar solía,
a despecho y pesar de la ventura
que por otro camino me desvía,
está y estará tanto en mí clavada
cuanto del cuerpo el alma acompañada.

     Y aun no se me figura que me toca
aqueste oficio solamente en vida,
mas con la lengua muerta y fria en la boca
pienso mover la voz a ti debida;
libre mi alma de su estrecha roca,
por el Estigio lago conducida,
celebrándo t’irá, y aquel sonido
hará parar las aguas del olvido.

     Mas la fortuna, de mi mal no harta,
me aflige y d’un trabajo en otro lleva;
ya de la patria, ya del bien me aparta,
ya mi paciencia en mil maneras prueba,
y lo que siento más es que la carta
donde mi pluma en tu alabanza mueva
poniendo en su lugar cuidados vanos,
me quita y m’arrebata de las manos.

     Pero, por más que en mí su fuerza pruebe,
no tornará mi corazón mudable;
nunca dirán jamás que me remueve
fortuna d’un estudio tan loable;
Apolo y las hermanas todas nueve,
me darán ocio y lengua con que hable
lo menos de lo que’n tu ser cupiere,
qu’esto será lo más que yo pudiere.

     En tanto, no te ofenda ni te harte
tratar del campo y soledad que amaste,
ni desdenes aquesta inculta parte
de mi estilo, qu’en algo ya estimaste;
entre las armas del sangriento Marte,
do apenas hay quien su furor contraste,
hurté de tiempo aquesta breve suma,
tomando ora la espada, ora la pluma.

     Aplica, pues, un rato los sentidos
al bajo son de mi zampoña ruda,
indigna de llegar a tus oídos,
pues d’ornamento y gracia va desnuda;
mas a las veces son mejor oídos
el puro ingenio y lengua casi muda,
testigos limpios d’ánimo inocente,
que la curiosidad del elocuente.

     Por aquesta razón de ti escuchado,
aunque me falten otras, ser merezco;
Lo que puedo te doy, y lo que he dado,
con recebillo tú, yo m’enriquezco.
De cuatro ninfas que del Tajo amado
salieron juntas, a cantar me ofrezco:
Filódoce, Dinámene y Climene,
Nise, que en hermosura par no tiene.

     Cerca del Tajo, en soledad amena,
de verdes sauces hay una espesura,
toda de hiedra revestida y llena
que por el tronco va hasta el altura
y así la teje arriba y encadena
que’l sol no halla paso a la verdura;
el agua baña el prado con sonido,
alegrando la hierba y el oído.

     Con tanta mansedumbre el cristalino
Tajo en aquella parte caminaba
que pudieran los ojos el camino
determinar apenas que llevaba.
Peinando sus cabellos d’oro fino,
una ninfa del agua do moraba
la cabeza sacó, y el prado ameno
vido de flores y de sombra lleno.

     Movióla el sitio umbroso, el manso viento,
el suave olor d’aquel florido suelo;
las aves en el fresco apartamiento
vio descansar del trabajoso vuelo;
secaba entonces el terreno aliento
el sol, subido en la mitad del cielo;
en el silencio solo se ’scuchaba
un susurro de abejas que sonaba.

     Habiendo contemplado una gran pieza
atentamente aquel lugar sombrío,
somorgujó de nuevo su cabeza
y al fondo se dejó calar del río;
a sus hermanas a contar empieza
del verde sitio el agradable frío,
y que vayan, les ruega y amonesta,
allí con su labor a estar la siesta.

     No perdió en esto mucho tiempo el ruego,
que las tres d’ellas su labor tomaron
y en mirando defuera, vieron luego
el prado, hacia el cual enderezaron;
el agua clara con lascivo juego
nadando dividieron y cortaron,
hasta que’l blanco pie tocó mojado,
saliendo del arena, el verde prado.

     Poniendo ya en lo enjuto las pisadas,
escurriendo del agua sus cabellos,
los cuales esparciendo cubijadas
las hermosas espaldas fueron dellos,
luego sacando telas delicadas
que’n delgadeza competian con ellos,
en lo más escondido se metieron
y a su labor atentas se pusieron.

     Las telas eran hechas y tejidas
del oro que’l felice Tajo envía,
apurado después de bien cernidas
las menudas arenas do se cría,
y de las verdes ovas, reducidas
en estambre sotil, cual convenía
para seguir el delicado estilo
del oro ya tirado en rico hilo.

     La delicada estambre era distinta
de las colores que antes le habian dado
con la fineza de la varia tinta
que se halla en las conchas del pescado;
tanto arteficio muestra en lo que pinta
y teje cada ninfa en su labrado
cuanto mostraron en sus tablas antes
el celebrado Apeles y Timantes.

     Filódoce, que así d’aquéllas era
llamada la mayor, con diestra mano
tenía figurada la ribera
de Estrimón, de una parte el verde llano
y d’otra el monte d’aspereza fiera,
pisado tarde o nunca de pie humano,
donde el amor movió con tanta gracia
la dolorosa lengua del de Tracia.

     Estaba figurada la hermosa
Eurídice, en el blanco pie mordida
de la pequeña sierpe ponzoñosa,
entre la hierba y flores escondida;
descolorida estaba como rosa
que ha sido fuera de sazón cogida,
y el ánima, los ojos ya volviendo,
de su hermosa carne despidiendo.

     Figurado se vía estensamente
el osado marido, que bajaba
al triste reino de la escura gente
y la mujer perdida recobraba;
y cómo, después desto, él impaciente
por mirarla de nuevo, la tornaba
a perder otra vez, y del tirano
se queja al monte solitario en vano.

     Dinámene no menos artificio
mostraba en la labor que habia tejido,
pintando a Apolo en el robusto oficio
de la silvestre caza embebecido.
Mudar presto le hace el ejercicio
la vengativa mano de Cupido,
que hizo a Apolo consumirse en lloro
después que le enclavó con punta d’oro.

     Dafne, con el cabello suelto al viento,
sin perdonar al blanco pie corría
por áspero camino tan sin tiento
que Apolo en la pintura parecía
que, porqu’ella templase el movimiento,
con menos ligereza la seguía;
él va siguiendo, y ella huye como
quien siente al pecho el odïoso plomo.

     Mas a la fin los brazos le crecían
y en sendos ramos vueltos se mostraban;
y los cabellos, que vencer solían
al oro fino, en hojas se tornaban;
en torcidas raíces s’estendían
los blancos pies y en tierra se hincaban;
llora el amante y busca el ser primero,
besando y abrazando aquel madero.

     Climene, llena de destreza y maña,
el oro y las colores matizando,
iba de hayas una gran montaña,
de robles y de penas varïando;
un puerco entre ellas, de braveza extraña,
estaba los colmillos aguzando
contra un mozo no menos animoso,
con su venablo en mano, que hermoso.

     Tras esto, el puerco allí se via herido
d’aquel mancebo, por su mal valiente,
y el mozo en tierra estaba ya tendido,
abierto el pecho del rabioso diente,
con el cabello d’oro desparcido
barriendo el suelo miserablemente;
las rosas blancas por allí sembradas
tornaban con su sangre coloradas.

     Adonis éste se mostraba qu’era,
según se muestra Venus dolorida,
que viendo la herida abierta y fiera,
sobr’él estaba casi amortecida;
boca con boca coge la postrera
parte del aire que solia dar vida
al cuerpo por quien ella en este suelo
aborrecido tuvo al alto cielo.

     La blanca Nise no tomó a destajo
de los pasados casos la memoria,
y en la labor de su sotil trabajo
no quiso entretejer antigua historia;
antes, mostrando de su claro Tajo
en su labor la celebrada gloria,
la figuró en la parte dond’ él baña
la más felice tierra de la España.

     Pintado el caudaloso rio se vía,
que en áspera estrecheza reducido,
un monte casi alrededor ceñía,
con ímpetu corriendo y con rüido
querer cercarlo todo parecía
en su volver, mas era afán perdido;
dejábase correr en fin derecho,
contento de lo mucho que habia hecho.

     Estaba puesta en la sublime cumbre
del monte, y desde allí por él sembrada,
aquella ilustre y clara pesadumbre
d’antiguos edificios adornada.
D’allí con agradable mansedumbre
el Tajo va siguiendo su jornada
y regando los campos y arboledas
con artificio de las altas ruedas.

     En la hermosa tela se veían,
entretejidas, las silvestres diosas
salir de la espesura, y que venían
todas a la ribera presurosas,
en el semblante tristes, y traían
cestillos blancos de purpúreas rosas,
las cuales esparciendo derramaban
sobre una ninfa muerta que lloraban.

     Todas, con el cabello desparcido,
lloraban una ninfa delicada
cuya vida mostraba que habia sido
antes de tiempo y casi en flor cortada;
cerca del agua, en un lugar florido,
estaba entre las hierbas degollada
cual queda el blanco cisne cuando pierde
la dulce vida entre la hierba verde.

     Una d’aquellas diosas qu’en belleza
al parecer a todas ecedía,
mostrando en el semblante la tristeza
que del funesto y triste caso había,
apartada algún tanto, en la corteza
de un álamo unas letras escribía
como epitafio de la ninfa bella,
que hablaban ansí por parte della:

     "Elisa soy, en cuyo nombre suena
y se lamenta el monte cavernoso,
testigo del dolor y grave pena
en que por mí se aflige Nemoroso
y llama '¡Elisa!'; '¡Elisa!' a boca llena
responde el Tajo, y lleva presuroso
al mar de Lusitania el nombre mío,
donde será escuchado, yo lo fío".

     En fin, en esta tela artificiosa
toda la historia estaba figurada
que en aquella ribera deleitosa
de Nemoroso fue tan celebrada,
porque de todo aquesto y cada cosa
estaba Nise ya tan informada
que, llorando el pastor, mil veces ella
se enterneció escuchando su querella;

     y porque aqueste lamentable cuento,
no sólo entre las selvas se contase,
mas dentro de las ondas sentimiento
con la noticia desto se mostrase,
quiso que de su tela el argumento
la bella ninfa muerta señalase
y ansí se publicase de uno en uno
por el húmido reino de Neptuno.

     Destas historias tales varïadas
eran las telas de las cuatro hermanas,
las cuales con colores matizadas,
claras las luces, de las sombras vanas
mostraban a los ojos relevadas
las cosas y figuras que eran llanas,
tanto que al parecer el cuerpo vano
pudiera ser tomado con la mano.

     Los rayos ya del sol se trastornaban,
escondiendo su luz al mundo cara
tras altos montes, y a la luna daban
lugar para mostrar su blanca cara;
los peces a menudo ya saltaban,
con la cola azotando el agua clara,
cuando las ninfas, la labor dejando,
hacia el agua se fueron paseando.

     En las templadas ondas ya metidos
tenian los pies, y reclinar querían
los blancos cuerpos cuando sus oídos
fueron de dos zampoñas que tañían
suave y dulcemente detenidos,
tanto que sin mudarse las oían
y al son de las zampoñas escuchaban
dos pastores a veces que cantaban.

     Más claro cada vez el son se oía
de dos pastores que venian cantando
tras el ganado, que también venía
por aquel verde soto caminando
y a la majada, ya pasado el día,.
recogido le llevan, alegrando
las verdes selvas con el son süave,
haciendo su trabajo menos grave.

     Tirreno destos dos el uno era,
Alcino el otro, entrambos estimados
y sobre cuantos pacen la ribera
del Tajo con sus vacas enseñados;
mancebos de una edad, d’una manera
a cantar juntamente aparejados
y a responder, aquesto van diciendo,
cantando el uno, el otro respondiendo:

     Flérida, para mí dulce y sabrosa
más que la fruta del cercado ajeno,
más blanca que la leche y más hermosa
qu’el prado por abril de flores lleno:
si tú respondes pura y amorosa
al verdadero amor de tu Tirreno,
a mi majada arribarás primero
qu’el cielo nos amuestre su lucero.

ALCINO:
     Hermosa Filis, siempre yo te sea
amargo al gusto más que la retama,
y de ti despojado yo me vea
cual queda el tronco de su verde rama,
si más que yo el murciélago desea
la escuridad, ni más la luz desama,
por ver ya el fin de un término tamaño,
deste dia para mí mayor que un año.

TIRRENO:
     Cual suele, acompañada de su bando,
aparecer la dulce primavera,
cuando Favonio y Céfiro, soplando,
al campo tornan su beldad primera,
y van artificiosos esmaltando
de rojo, azul y blanco la ribera:
en tal manera, a mí Flérida mía
viniendo, reverdece mi alegría.

ALCINO:
     ¿Ves el furor del animoso viento
embravecido en la fragosa sierra
que los antigos robles ciento a ciento
y los pinos altísimos atierra,
y de tanto destrozo aun no contento,
al espantoso mar mueve la guerra?
Pequeña es esta furia comparada
a la de Filis con Alcino airada.

TIRRENO:
     El blanco trigo multiplica y crece;
produce el campo en abundancia tierno
pasto al ganado; el verde monte ofrece
a las fieras salvajes su gobierno;
adoquiera que miro, me parece
que derrama la copia todo el cuerno:
mas todo se convertirá en abrojos
si dello aparta Flérida sus ojos.

ALCINO:
     De la esterilidad es oprimido
el monte, el campo, el soto y el ganado;
la malicia del aire corrompido
hace morir la hierba mal su grado;
las aves ven su descubierto nido,
que ya de verdes hojas fue cercado:
pero si Filis por aquí tornare,
hará reverdecer cuanto mirare.

TIRRENO:
     El álamo de Alcides escogido
fue siempre, y el laurel del rojo Apolo;
de la hermosa Venus fue tenido
en precio y en estima el mirto solo;
el verde sauz de Flérida es querido
y por suyo entre todos escogiólo:
doquiera que sauces de hoy más se hallen,
el álamo, el laurel y el mirto callen.

ALCINO:
     El fresno por la selva en hermosura
sabemos ya que sobre todos vaya;
y en aspereza y monte d’espesura
se aventaja la verde y alta haya;
mas el que la beldad de tu figura
dondequiera mirado, Filis, haya,
al fresno y a la haya en su aspereza
confesará que vence tu belleza.

     Esto cantó Tirreno, y esto Alcino
le respondió, y habiendo ya acabado
el dulce son, siguieron su camino
con paso un poco más apresurado;
siendo a las ninfas ya el rumor vecino,
juntas s’arrojan por el agua a nado,
y de la blanca espuma que movieron
las cristalinas ondas se cubrieron.




Poesia .us
Mapa del sitio | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar